La cultura pierde el eco de la rosa de los libros, a pie del mapa para pensar y tomar la palabra. Más de 30 mil tenía en la isla de su casa. De la filosofía sobre lo incrédulo de la razón y la belleza como conocimiento, de la significación semiótica de los lenguajes, del orden enciclopédico y de Historia. Sus grandes pasiones junto con los libros iluminados por los monjes y los Escritos de hermetismo en los que cada letra es una cifra, una clave para descifrar los conocimientos secretos de la vida. No había ciencia ni ficción, desde Aristóteles a la novela gráfica de Wil Eisner, que no fuesen para Umberto Eco una piedra filosofal del saber. La máquina ideal con la que convertirse en un lector embriagado de indagatoria felicidad. Pocos autores enseñan a mirar dentro de lo que cuentan cuando escriben y alquimian literatura y análisis, estética y crítica, aventura y debate. A los que lo hacen se les denomina intensos y de culto, hasta que la prestidigitación o el encantamiento de un libro los celebra como best sellers. Le sucedió a nuestro doctore milanés con sombrero y gabardina, dibujo andante entre George Simenon y un rabino del Marais francés. Le habíamos leído la rebelde secta de los jóvenes filólogos y los soñadores de democracia su Tratado de Semiótica general y sus Apocalípticos e Integrados, toda una declaración en los principios de la democracia tan vigente hoy en el ruido político de nuestro bloqueo, cuando El nombre de la rosa transformó en oro su piedra filosofal.

Un apasionante thriller cultural y religioso, protagonizado por Guillermo de Baskerville, un franciscano escéptico y racionalista, acompañado por su joven discípulo Adso de Melk, que al llegar a una abadía benedictina, con el propósito de participar en una reunión en la que se discutirá sobre la supuesta herejía de una rama de los franciscanos: los espirituales, se verá obligado a investigar una serie de misteriosos crímenes. La lectura de este libro en la facultad me enseñó varias cosas: a ponerle el rostro de un actor a un héroe literario de papel -lo supe al ver a Sean Connery en la versión cinematográfica de Jean Jacques Annaud, -, a cuestionar las novelas históricas en las que no casan con rigor y brillantez la exigencia documental, una natural adecuación del lenguaje y la ambición literaria (tan escasas en una gran parte de la novela histórica española), y que muchos lectores de entonces mentían al afirmar, abducidos por el boom de la novela que había vendido 15 millones de ejemplares, que la habían leído de un tirón. Desde el primer momento sospeché que la mayoría se había saltado los capítulos de la fascinante disputa teológica, ensimismados y ávidos de descubrir si el asesino de la biblioteca de la abadía de San Michele de la Chiusa era el deforme monje Salvatore de Monferrate, el chismoso copista Aymaro d`Allesandria, el anciano Grottaferrata o realmente La comedia de Aristóteles, el libro que mata a quién lo lee. Lo adiviné al ver en las yemas de los dedos de sus veloces lectores la mancha húmeda de tinta que habría estado seca si se hubiesen detenido lo necesario en las páginas sobre la polémica centrada en la posesión de bienes y la pobreza de los apóstoles que se planteó en el siglo XIV entre los franciscanos espirituales y el pontífice. Y lo último que disfruté en mi aprendizaje de aquel maravilloso homenaje a Borges fue el estudio crítico y su trabajo durante un año acerca de la intertextualidad, de los niveles de su estructura y de los filtros de la voz narrativa. Desnudar las capas de cebolla de un libro, diseccionar el texto separando la realidad de la ficción, la carnalidad del lenguaje, y alcanzar el corazón en torno al que gira la obra es una fascinante lección de anatomía literaria.

Ningún otro libro de Umberto Eco me subyugó como estos tres primeros. Su historia de Foucault sobre tres intelectuales que inventan un supuesto plan de los templarios para dominar el mundo, me pareció más un buen diccionario esotérico que una novela. Y siempre sospeché de un gabinete de negros trabajando por temas pespuntados por el maestro, al estilo de los grandes escultores como Rodin. Sólo un golpe de martillo para pulir la obra de los discípulos autores. Dos ensayos posteriores volvieron a cautivarme: La estrategia de la ilusión y en especial Nadie acabará con los libros, su maravillosa conversación con Jean Claude Carrière, guionista de Belle de Jour, La insoportable levedad del ser y El artista y la modelo entre otras películas. Su obra prolongó siempre las constantes de su narrativa y de su pensamiento intelectual y moral. Por eso me aficioné también a leer sus artículos -siempre llevó Eco el carnet de periodista en el bolsillo de la chaqueta donde dicen los carteristas que se lleva la música-. Las guerras de Oriente Medio, Silvio Berlusconi, el libro, la política, cualquier tema al que buscarle su reverso o su sombra. Porque como él dijo, un pensador piensa mientras coge una pera de un árbol, mientras cruza la calle, mientras espera que el funcionario de turno le entregue un impreso. Lo mismo que el escritor roba instantes, rostros, conversaciones, el destello de una imagen, la vida en movimiento. Extraños oficios los de pensar y contar, intentando fusionar la inteligencia, la mirada, la duda y la sensibilidad con un lenguaje que posea una actitud, un rango poético y un modo de seducción.

Nada le fue ajeno y con casi todo entró en debate, con el talento y el talente de un renacentista. No es extraño que fuese miembro del Foro de Sabios del Consejo Consultivo de la Unesco, Doctor Honoris Causa por 38 universidades de todo el mundo y Premio Príncipe de Asturias en 2000. Merecidos reconocimientos a un Umberto Eco para el que la función de la cultura es generar un crecimiento colectivo, dentro de los márgenes de la libertad de expresión. «Uno se levanta y toma la palabra, y luego lo hace el otro, sea el maestro, el amigo o quien sea. Se levanta y, a su vez, expresa su desacuerdo, y así sucesivamente. Esto, por supuesto, es aplicable tanto para la sociedad como para los individuos. La cultura personal requiere la crítica de los demás.»

A todos se nos detiene un día el péndulo del tiempo y dejamos solos en el perchero la gabardina y el sombrero, el álbum de fotos en las que los sueños y el amor no envejecen su destino, la biblioteca de nuestra biografía y de los libros en los que aprendimos que no existe la lectura cerrada, sino un lector en coloquio. A veces, también se queda a solas una rosa sobre una página en blanco a la que ponerle el eco de un nombre.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com