El bloqueo de la investidura presidencial tiene de todo menos seriedad. En el lado más chusco aparecen los ataques de cuernos que sufren dos de los cuatro líderes más votados por una avenencia de los otros dos que no entraba en sus cálculos. Mariano Rajoy no perdona a Albert Rivera que se haya ido con Pedro Sánchez, y Pablo Iglesias no digiere que Sánchez pacte con Rivera. Con mayor o menor énfasis, todos coinciden en que el resultado del 20D les exige negociación y acuerdos, pero el PP se adjudicaba el voto de Ciudadanos (¿por designio divino o por derecho natural?), y Podemos+Confluencias anunció desde el minuto cero su parte de gobierno a cambio del voto al PSOE. Pero, asombrosamente, había vida de centroderecha extramuros del PP, y de socialdemocracia más acá de Podemos.

Con dos sesiones de investidura fallidas, los debates han dejado muy claro que Rajoy es un señor de antes con el que nadie quiere crear futuro salvo los de su familia (no todos); y que Iglesias ha llevado al Parlamento una sobreactuación de novato, con resabios de odio que siembran desconfianza en el pluralismo democrático por sonar a dogmática comunista. Todo puede cambiar en los episodios que restan hasta la repetición electoral, o en las mismas urnas. Lo que ahora se oye en la opinión no ideológica de la gente común es que los triunfadores de lo actuado en la cámara baja son Sánchez y Rivera: el primero por la coherencia, firmeza y sobriedad de su discurso; el segundo, por el tono y el contenido del propio, construido con transparencia y frescor en su primer acto como lider y parlamentario nacional. Si el bis electoral fuese mañana, crecería la cosecha del PSOE y de Ciudadanos.

Comparto con mucha, muchísima gente, el respeto a Felipe González como mejor jefe de gobierno de la democracia española. La positiva expectación por la entrada en juego de Pablo Iglesias ha sufrido un bajón, reversible tan solo con una disculpa en regla. En caso contrario, ni siquiera es fiable un gobierno de izquierda como el que defienden Jiménez Villarejo y Manuela Carmena, a despecho de presiones rectificatorias que a nadie engañan. A su vez, la renuncia de Rajoy, que lleva treinta y tantos años en cargos políticos -y se le notan- desbloquearía solucioneses necesarias en un país sin gobierno, con nuevos síntomas de recesión, aumento del paro, bajada del nivel de confianza ciudadana y problema territorial en espera de que lo resuelva el tiempo. En estas circunstancias, los ataques de cuernos, además de ridículos, no son muy patrióticos que digamos.