Siento vergüenza amplia, egregia, musculosa, de la que se puede contar en lonchas. Vergüenza de mis congéneres, de mi voto hipotético, que no de acto, porque sigo perteneciendo a otra circunscripción y eso me otorga cierta distancia objetiva. En la política estamos acostumbrados a este tipo de maniobras, pero lo impúdico, lo obscenamente explícito de este capítulo, es el ejercicio, por una y otra parte, de cinismo y de beocia. Habla muy mal de Málaga. Más, incluso, que la mugre. El alcalde, con la connivencia pasiva de casi toda la oposición, acaba de coronar, en su largo y legítimo mandato, una quincena para la historia: aparecer, según que masa, menor y según que ángulo, como triunfante seglar de una batalla, contra los trabajadores de Limasa, con una gestión que en cualquier otro municipio con un mínimo de sensatez le hubiera costado el cargo. La huelga, los diez días de intoxicación y cautiverio, se deben a algo más que un grupo de trabajadores a los que con un acendrado sentido del populismo se ha querido ver como los enemigos de toda Málaga. Rabiosos son, sin duda, sus privilegios, pero mucho menos que los que el Ayuntamiento, con firma entusiasta del alcalde, concede al presidente del Real Madrid y a la señora marquesa Koplowitz, que están detrás, por si no lo habían previsto, del todopoderoso 51 por ciento de capital privado de Limasa. ¿Sabían ustedes que los famosos cargos hereditarios fueron suscritos por Francisco de la Torre? ¿Qué hay que compensar con dinero público a estos éticos y señeros empresarios si la limpieza no es rentable? ¿Que llevamos dando con dinero de todos casi cien millones de euros para que la ciudad, y no sin sobresaltos crónicos, esté hecha un estercolero cotidiano? Pues nada. Los malos son ellos, los trabajadores. Y en este maniqueísmo subvencionado, hay quien sale de rositas. Con una gestión pésima, lamentable, aclamado por los suyos. No todo es moral, señor De la Torre. Ni tan siquiera válido.