Aquí está de nuevo abril, tan cruel como lo hizo T.S. Elliot en el repetidísimo poema que ya es tradición traer a la columna por estas fechas. Abril y sus crueldades en flor llega justo cuando sabemos que en España se suicidan diez personas al día, un diezmo muy caro, me da la sensación, para pagar los malos tiempos que vivimos.

No se ponen de acuerdo los expertos, que tienden a diferir en casi todo. Algunos apuntan que la crisis nos ha pillado con el pie cambiado, especialmente a la generación del «baby boom», la de los que ahora caminamos por la cincuentena y para quienes la crisis llegó en el peor momento. Aquellos que perdieron el trabajo tienen muy escasas posibilidades de recuperarlo, perjudicados por esa absurda idealización que la sociedad ha hecho de la juventud. A partir de los cuarenta y cinco años parece que la gente no sirve ya para nada que no sea morirse, y algunos, un buen puñado según las últimas estadísticas, deciden seguir el consejo y acortar los plazos.

Pero no toda la culpa puede ser de la crisis económica, si tenemos en cuenta que las mayores tasas de suicidio se dan en las sociedades con los más altos índices de bienestar. A veces hay generaciones que entienden mal la vida, y quizás sea esto lo que nos viene pasando hace tiempo. Hemos hecho peligrosas asimilaciones, como la de que sólo la seguridad económica permite un cierto nivel de felicidad, y en pos de ese espejismo hemos sacrificado muchísimas cosas, casi todas en realidad.

No tengo nada contra el suicidio, entendido como la libertad personal y última de dimitir de la vida cuando la vida no apetezca ya, o cuando lo único que nos ofrezca sea una indudable sucesión de dolor y sufrimiento. El suicidio puede ser una solución definitiva para un problema sin solución, y en esos casos no me parece censurable. Sin embargo, habría que estar seguro de que se trata de un problema realmente sin solución y no una coyuntura de la que se saldrá más o menos herido, pero se saldrá.

Alguna vez me he preguntado si la vida no estará sobrevalorada, si no le hacemos demasiado caso después de todo. Al fin y al cabo, es un lapso cortísimo de tiempo, una mínima porción de eternidad, la que transcurre entre la oscuridad de la que venimos y transita hacia la que vamos. Es como pasar bajo una claraboya cuando vas por un túnel, un instante de luz y nada más. Las vacaciones de los muertos. Una crueldad, como abril.