A Quique y Mari Pepa

El amor es siempre furtivo. El misterio de un instante en el que se cruza una frontera donde existe todo. Aparece de repente, sin hacer ruido. Una mirada, un gesto, un vértigo. Es la palabra inicial de la que se nace, se imagina, se construye y se lucha. La emoción que ondula y ahonda la página en blanco en la que todos soñamos escribir su historia y su poema. No es extraño que los escritores exploren, conquisten, desnuden, desgarren y alumbren del amor sus signos y sus secretos. El dibujo de su piel y el trazo de sus caricias y cicatrices. Las formas y los tiempos que lo explican como modelo cultural, posreligión en busca de refugio y sentido, erupción psico afectiva o ficción sexual. No hay cenizas en las que no reposen sus sueños ni de las que no se despierte sorpresivamente fénix. Su latido no tiene edad. Tampoco su emboscada y sus peligros. Son sus labios eternamente jóvenes, un beso que siempre sabe y se derrama.

Que se lo pregunten a Mario Vargas Llosa que acaba de celebrar sus 80 años con su amor puesto de largo. No es que no le importase al Nobel cumplir literatura en pie y engalanada de perfume y laurel, -más en unos libros que en otros, porque nunca el lenguaje ni sus historias son un éxito a salvo de sombras-. Ni alcanzar tampoco la edad en la que son preferibles la paz y la certeza de que casi nada es verdad, antes que seguir combatiéndole a la realidad y a los hombres sus egocéntricas políticas y naturaleza. Adentrarse en los 80 es un reconocimiento de lo vivido y una aspiración a despedirse despacio sin perder dignidad ni libertad. Tenía valor para el Escribidor festejar el aniversario de su memoria y de su palabra celebrando la creatividad literaria en los frentes de la ficción y de los problemas sociales, sin dejar de reivindicar que no existe ninguna jungla ni isla sin democracia que las engrandezca. Y que escribir es la mejor manera de aproximarse a lo oscuro. Incluso resultaba lógico que a su fiesta acudiesen de esmoquin y de cóctel sonrisas fingidas y censores de la cultura, cuya única literatura son la caligrafía cifrada de su economía, la magia del tiralíneas de su belleza o su órfica ambición. Leer no es un acto social. Ni tiene glamur, erotismo o poder. Pero los 80 años de un Nobel merecen todo tipo de confeti y de flashes. Más aún cuando hace tiempo que Vargas Llosa se refleja en los salones de espejos mephistofélicos, y si su intención final era alzar la copa de su vida para brindar en la copa del árbol social por su nombre de la felicidad.

Nadie discute la holladura del amor ni el elixir de su bebida. Sin embargo en esta semana muchos han considerado ridículo que el escritor se enamore de una modelo del corazón. Sus detractores invocaron a Marilyn Monroe y a Arthur Miller. El autor que denunciaba en sus obras el carácter ilusorio del sueño americano que la estrella representaba. Una pareja cuyo naufragio fue anunciado en las revistas donde nunca fueron portadas Anaïs Nin y Henry Miller, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, Bioy Casares y Silvina Ocampo entre las que el vínculo literario presagiaba el perfecto enlace entre intelectualidad y deseo. Ninguna voz, anterior a los años de su fallecimiento y estudio, vaticinó sus tributos, sus penumbras, sus cauces clandestinos, sus letanías y los escombros de su sueño entrelazado entre el corazón y las piernas. Siempre al amor se le etiqueta un cliché, un desvelo y un tiempo funeral. La pareja Vargas Llosa/Preysler no se libra del foco ni del oráculo. En los años de Hollywood serían el publicitario enlace de conveniencia orquestado por los Estudios. Lo mismo ocurre ahora. Ambos han sido transformados en el way of life social de una España en la que no sucede la crisis. Son el cromo de moda en cualquier photocall donde alquila la vida una estrella para brillar, un debate sobre las imposturas del amor y la embriaguez del deseo en perjuicio de las supuestamente elegantes y cuerdas renuncias de la vejez.

Nada de esto necesitaba Lituma. Tampoco la reina de Ferrero Roché. Y menos las personas reales que existen detrás de sus personajes. Si de verdad han claudicado a su unión, su amor -al igual que ninguno que sea de verdad- no requiere de exclusiva en pose y en cuché. Otra cosa es que más allá del último compañerismo y complicidad, de la emoción que renueva la piel de la piel, se trate de ser esa estrella perenne a cuya decadencia renunció la gran Greta Garbo. Todo un ejemplo también de amor a lo que siempre fue. Ella, delante y al otro lado del flash. ¿Sucederá lo mismo con Vargas Llosa o será rehén de la civilización del espectáculo contra la que escribió? No es justo negarles su autenticidad sin concederles cien días ni el beneficio de la duda ante su primera tormenta blanca. Es fuera de focos y si la borrasca todo lo derrota, cuando llega el momento de evaluar lo que fue o lo que se representó. Igual que se enjuicia estos días el cese temporal de convivencia entre Mar Flores y su marido empresario en la ruina. ¿Otro envés del amor o un viejo modelo donde el deseo se confunde entre sabanas, estatus y capital? Muy lejos nos quedan los abrazos profanos contra todo de Baudelaire y Jeanne Duval, de Edgar Allan Poe y Francés Sargent Osgood, de Kafka y Milena Jesenska. Pasión y abismo, relámpago y luna, sin la estabilidad del dinero ni bailes en sociedad.

No es el amor un animal mediático, un diamante para lucir en público ni un habitual objeto de consumo. Su valor cotiza más cuando se trabaja todos los días o cuando más duele su ausencia y su intimidad. Lo he visto estos últimos meses en una pareja, amenazada por la voracidad de la muerte. Valiente, sencillo, afligido y humano. Desde la ternura, con la que se puede disfrazar el pellizco de la mentira, hasta el dolor amordazado por la entrega decidida a vivirlo apurando el suspiro del frío. El amor abrigando las manos del enfermo, embelleciendo las huellas de la agonía, despejando con sonrisas las sombras de los ojos. El desvelo de los desvelados por la conciencia del otro en la mirada y en los gestos. Cada uno negándose para afirmar al otro. Las manos unidas de un sentimiento sin ningún cambio de conducta ni de rumbo, a pesar de la espesura del tiempo, del nudoso gemir de la madera, del desgaste del pasado y de las rutinas con las que siempre pretende salvarse el presente. 62 años de una promesa en una cinta de tuna. Una mujer de fuerza elegante y madre yeyé en un seiscientos anaranjado. Un hombre de fronteras, ejemplo de entusiasmo, curiosidad y generosidad en la sencillez de su coraje. El mismo amor en los labios elegidos en los que escribir las primeras letras inciertas y ensimismadas, y la rúbrica temblorosa de la última despedida, esperando ya qué importa qué.

No sé si sobrevivir a la orfandad de ese amor es posible. Pero tengo claro que lo prefiero muy por encima del amor best seller, aunque lo disfracen de literatura.