Que me perdone el maestro John Le Carré por el abuso de confianza a la hora de elegir título para esta columna semanal, apresurada y apesadumbrada. El domingo por la tarde los periodistas de El Confidencial dieron la primicia informativa de un nuevo hackeo informático, cuyo victimario esta vez ha sido el dueño de un bufete de abogados y asesores fiscales especializado en cuentas offshore, es decir, fuera de balance, es decir, opacas o secretas. Entre los beneficiarios de este último ejemplo de evasión fiscal, desde la familia real española hasta destacados futbolistas o artistas. Un nuevo torpedo a la línea de flotación de la confianza ciudadana en un sistema político y democrático que hace aguas por cada vez más partes.

La revelación del domingo coincide con otras cuestiones importantes. Por ejemplo, con el inicio de la campaña para la declaración de la renta en España. O con la activación de un plan tributario para sacar a la luz miles de pequeñas reformas domésticas que no han pagado los correspondientes impuestos (sobre todo locales). También la Comisión Europea publicó a finales de enero un ambicioso paquete de propuestas para combatir el fraude fiscal. Pues bien, todo esto es un alimento para la desconfianza y el estallido de los ciudadanos, que asisten a un nuevo episodio de rebelión de las élites y de traición a la democracia (en términos de Christopher Lasch).

No hay política pública que resista el actual goteo de escándalos y comportamientos tan poco éticos. Hace un par de semanas The Guardian sacaba en portada un reportaje sobre la crisis de la vivienda en el Reino Unido: subida de precios, carencia de viviendas razonables, segregación y marginalidad, sobre todo para los trabajadores más jóvenes y los desempleados. Pero la crisis de la vivienda no afectaba a todos por igual: el ex primer ministro laborista Tony Blair ha acumulado (gracias a sus denodados esfuerzos por la consecución de la paz en Oriente Próximo) un patrimonio inmobiliario valorado en 30 millones de libras, con dos palacetes y diversas posesiones estratégicamente situadas en el Londres más cotizado e inaccesible. Todo un ejemplo, todo un referente moral.

En España se publicaban cada año rigurosas encuestas sobre el valor dado por la ciudadanía al pago de impuestos. Las hacía el Instituto de Estudios Fiscales (IEF), una institución de enorme prestigio hasta que Montoro colocó a uno de sus amiguetes, José Antonio Martínez Álvarez. Este señor plagió su tesis doctoral, dirigida además por Juan Iranzo, economista de cabecera de Esperanza Aguirre y agraciado con una de aquellas «tarjetas black» de Cajamadrid. En fin, que ahora el IEF ya no saca las encuestas, pero en las que conocemos había algo muy claro: los españoles valoraban el pago de impuestos porque concedían una gran importancia al sostenimiento colectivo de las políticas que garantizaban un cierto Estado del Bienestar. Y eran sobre todo las políticas de salud las más apreciadas.

Ahora no sabemos cómo está la cosa, pero se atreve uno a afirmar que en estas encuestas (Opiniones y actitudes fiscales de los españoles) saldría a la luz el descontento con las políticas de austeridad y con la evidente tibieza con que se ataca el fraude fiscal desde todos las administraciones europeas, desde las civilizadas Suiza y Alemania hasta las mediterráneas Italia o España. La sensación es ya de hartazgo y estamos alcanzando un punto de ebullición, un punto de no retorno que puede acabar como las películas de John Woo. Los papeles de Panamá son una nueva muestra de la deserción cívica y moral de quienes deberían precisamente dar más ejemplo. Cada vez es más difícil disimular tanto deterioro. Las humedades hace tiempo que cubren todas las paredes. Ya no basta una mano de pintura: los propios cimientos de la democracia corren peligro. Veremos.