Con una audiencia acumulada -número de personas que han visto el programa durante más de un minuto, en cualquier momento del mismo- de 7.397.000 espectadores, Jordi Évole, ha sometido al presidente del Gobierno, en las campas de la Sexta, a un interrogatorio, del que ha salido, asombrosamente, indemne.

Una buena porción de esa audiencia, que en número viene a coincidir con los votantes populares en los últimos comicios, considera que la entrevista era innecesaria, carecía de sentido y, ahora, a toro pasado, entiende que haberse expuesto a las preguntas que eran fácilmente imaginables tiene aún menos explicación, porque ya nadie en España le pide que explique lo inexplicable.

En su línea habitual, el «follonero» ofreció su surtido catódico, con buen manejo del iPad y una ringlera de preguntas (memoria histórica, IBI de la iglesia, independencia...) cuyas respuestas trasladan el mensaje de que el entrevistado se había dejado la mochila en el armario. El entrevistador mostró más afán en dar pellizcos de monja que en recabar respuestas que lleva cinco años escuchando, como por ejemplo cuando, tras contestar el entrevistado a su pregunta sobre la red del AVE, le espetó: «pero algunos no van llenos».

Ya el setting era equivocado. Comenzó de pie, un hombre bajito al lado de un señor alto con abrigo, entre los plátanos del palacio de la Moncloa. Después siguió frente a Rajoy, en el despacho del CEO del gobierno -más propio de una sucursal bancaria- en condiciones propicias para una entrevista que, por momentos, desmayaba.

Rajoy se ha mostrado en Salvados como un tipo dialogante pero ¡ay! enseguida apareció en escena la espesa sombra de la corrupción -esa señora con falda larga, zapatos de tacón bajo y apariencia indolente- ante la que se ha mostrado inservible el discurso del «yo no sabía nada, de haberlo sabido, no se volverá a repetir».

Pero no todo fue negativo para el paciente gallego que ha continuado jugando la carta de la impenetrabilidad en un viaje que, al menos desde el punto de vista de la pérdida de votos, ha terminado costándole caro. Resultó creíble, gracias a una ración doble de insistencia, su énfasis en la independencia de los poderes fácticos, pues, en efecto, con alguna excepción -el trato delicado que ha recibido algún grupo sistémico de comunicación- los grupos de interés no han tenido apenas influencia durante la extinta legislatura, lo que puede explicar, habida cuenta de la condición humana, el runrún negativo desde los reservados a media luz.

Se encontró con la economía hecha unos zorros pero también con una mayoría abrumadora -sumando poder autonómico, provincial y local-. Pero esa ventaja política se dio de bruces, sin tardar; con la mayoría social, y llovieron las críticas sobre el conductor y su gabinete. Poca empatía con líderes de opinión, sociales, políticos, universitarios, empresariales... éstos últimos, a la gresca con algunos ministros poco proclives a la complacencia.

Un gobierno para el que siempre hubo un pero -sobre todo para los más ilustrados- que afectó sobre todo al jefe, sin bodeguilla ni aparato de comunicación y sin ganas de «perder el tiempo» con los que siempre han intentado sacar tajada en el estaribel de la Cuesta de las Perdices. Y así le ha ido al hombre.

Con esta historia, uno se pregunta a son de qué conceder una entrevista póstuma para extremar el deleite del sabueso de Cornellá con las trapisondas del tesorero y el gravísimo error del incauto intercambio de sms.

En la Sexta, no echaban un programa sobre las preocupaciones de los españoles, sino un thriller para calmar las ansiedades de Évole y sus seguidores: «Cómo les van a pedir ahora a los españoles que paguen el IVA, si Uds. han pagado la reforma de Génova en negro».

Estos visos de la entrevista hicieron desfallecer el interés del público, preparado ya para despedir el domingo. No obstante, hay que reconocer que la misma idea de la entrevista era ‘marca España’, porque en la BBC a nadie se le pasaría por la cabeza dedicar, en prime time, una hora del tiempo de un primer ministro, aunque esté a medio gas, para hurgar en los epifenómenos de la corrupción, que tienen mejor acomodo en los tribunales de justicia.

Ahora que están saliendo a la luz «Los papeles de Panamá», con el violoncelista de Putin y el padre de Cameron, es probable que a nadie se le haya pasado por la cabeza que Rajoy pudiese aparecer en esa lista. Eso es así porque, sin duda, la percepción que tiene un buen número de ciudadanos es que, a pesar de la corrupción en el partido que preside, es un hombre honrado que, en la anacrónica aparición televisiva, comparecía como un felino impávido ante la embestida de un periodista que tiene un hueso y no está dispuesto a soltarlo.

Pero supo contenerse -sin delirio pero con eficacia- y sacudirse el acoso, hasta el punto de terminar leyéndole la cartilla al entrevistador («qué chorreo me está usted echando, Sr Rajoy»).

En el baile de alianzas que vivimos, a la espera de un nuevo Gobierno, la actitud silente y quieta -a la espera de que se vayan estrellando los demás- forma parte del manual de quien aparea su propio escepticismo con la torpeza ajena.

Pero la sensación más extendida es que ha perdido el tren, dejando en los vagones de cola a gente joven y válida, con ideas globales y sentimientos solidarios. Sin negar la experiencia y habilidad del entrevistado, para liderar el momento presente no cabe responder a preguntas impertinentes con canciones trasnochadas.

Tras unos ojos tristes, abrigados con la barba y las gafas, se advertía a un hombre desconcertado, que no ha sabido -querido o podido- atajar a tiempo la corrupción en su propio partido, «hemos vivido demasiados casos de corrupción», y tampoco ha dado explicaciones, en tiempo útil, sobre su acción de gobierno. Lo que convierte la salida en televisión en extemporánea, por muy progre que sea quien hace la entrevista.

La paradoja es que salió indemne de la encerrona en la que él mismo se había metido y la única explicación que cabría dar a esto es que lo ha hecho en clave electoral, que es a lo que parece que apuesta su estrategia: «rojo o negro».