François Hollande ha recuperado la normalidad que fue la enseña de su campaña electoral en 2012. Por desgracia para «monsieur Normal», su normalidad presidencial consiste en batir récords de impopularidad sin precedentes. Y aunque el 16% de apoyo que reflejan las encuestas aún dista tres puntos de su suelo de noviembre de 2014, todo parece indicar que, agotado el «efecto Arquímedes» de los atentados de París, vuelve a pesar sobre Hollande la amenaza de otra plusmarca. Los sondeos ni siquiera le dan ya la opción de alcanzar la segunda vuelta en las presidenciales de 2017.

Nombrar los cuatro caballos amarrados a las extremidades de Hollande no agota las causas de su probable descuartizamiento, pero es condición previa. Para empezar, el líder socialista, que tras su llegada al Elíseo cuenta por derrotas las citas electorales, se enfrenta ahora mismo a la peor pesadilla que pueda acechar a un gobernante francés: tener a sindicatos y estudiantes cabalgando una creciente ola de protestas contra su proyecto de reforma laboral, incomprensiblemente presentado a un año de las elecciones. Se diría que sólo Hollande ignora que cuatro décadas de cruzada neoliberal han sido insuficientes para destejer el tupido entramado social generado en 150 años de República. Para recordárselo, las calles de Francia vivieron ayer una nueva jornada de manifestaciones, saldada con 130 detenidos.

Esa resistencia del tejido asociativo francés era hasta ahora el primer factor invocado para explicar por qué Francia, pese a su tendencia a desbordarse en las calles, no había conocido un movimiento de indignados. Pues bien, a rebufo de las protestas, los indignados llevan ya seis noches ocupando espacios públicos con la asesoría de viejos guerreros del 15-M. Una imprevisible guinda para una coyuntura que hunde a Hollande en el dilema. Si suaviza la reforma, malo. Habrá cedido sin aplacar el descontento. Si la retira, peor. Confirmará que quienes le acusan de ser un presidente indeciso están lejos de equivocarse.

Los acusadores son legión, porque la especie, extendida dentro y fuera del PS por los rivales políticos de Hollande, de que un señor normal se convierte en un presidente perplejo quedó robustecida la pasada semana con la retirada de la reforma antiterrorista de la Constitución.

Francia vive en estado de excepción desde que su presidente decidió que declarar la guerra al Estado Islámico era la mejor respuesta a los atentados de París. La noche del 13-N, Hollande dinamitó su leyenda hamletiana empuñando un bastón de mariscal. Fue su jugada maestra para frenar en seco a los ultras del Frente Nacional, enardecidos por las urnas, y al resucitado espectro de Sarkozy, a quien dejó sin espacio para sus rosarios de muecas y humo.

Pero Francia no es EEUU y, con las presidenciales a la vista, la acusación de que las reformas antiterroristas conducían a un estado de excepción permanente cuajó enseguida. Ya en enero, la estruendosa dimisión de la ministra de Justicia alertó de que el bastón podía convertirse en el que hoy ya es el tercer caballo que atenaza a Hollande.

En realidad, presidente al fin en tiempo de crisis, Hollande cometió en sus inicios dos errores que han empañado un mandato en el que no ha gozado de tregua. En primer lugar, supeditó solemnemente su reelección a la caída del paro. En mayo de 2012, el desempleo era del 9,7%. Ahora mismo ha subido al 10,2%, pese al giro derechista emprendido a mitad de mandato. Tal vez de ahí la suicida reforma laboral tardía.

En segundo lugar, generó dentro y fuera del país unas desmesuradas expectativas de lucha contra las políticas de austeridad dictadas por Alemania. De modo que, pese a haber preservado en grandes líneas el bienestar francés, ha fracasado en la vieja asignatura de sacar a Francia del estancamiento. Con lo cual, además de desvelar una vez más los límites de la socialdemocracia socioliberal, se ha puesto a los pies de, nada menos, que cuatro caballos.