Llegué al balonmano por casualidad. A la finalización de la jornada lectiva, el patio del centro educativo se transformaba en un mar de ilusión comandado por la Asociación de Padres. Gracias a la voluntad y el compromiso de muchos de ellos, distintos grupos de chicos y chicas se agolpaban en la pista de minibasket y balonmano para comenzar los entrenamientos. No había espacio para mucho más. Probablemente la preparación de aquellos improvisados entrenadores no era la más adecuada, pero la ilusión y entrega con la que desarrollaban su tarea les permitía superar con creces cualquier contratiempo.

Solía quedarme a ver como mis compañeros de clase se ejercitaban tres veces por semana para preparar los encuentros de la Liga Municipal. No había presupuesto para otro tipo de eventos. Y como buen colega, acudía cada sábado a verles competir en aquella estrecha superficie del colegio Doctor Fleming, donde la línea de banda era la misma pared del centro y las áreas, dibujadas a mano, apenas llegaban a los cuatro metros de radio. ¡Qué tiempos en los que todo valía para divertirse! El pudor que tantas veces me sacaba los colores hasta límites insospechados, me coartó incluso a la hora de incorporarme al equipo. Tuvo que ser una tarde de aquellas en la que presenciaba los ejercicios preparatorios, cuando la falta de un portero para poder entrenar a todo el campo me llevó a ocupar uno de los marcos. No lo debí hacer mal (quizás fue todo un engaño), pero a las pocas semanas tenía mi licencia en regla y mi equipación prestada para poder debutar. Aquello sí que fueron nervios.

Allí, en una pista no reglamentaria, sin luz y mal dibujada; con unos balones amarillos duros como una piedra y una camiseta fiada, comencé a forjar ciertos valores. El trabajo en equipo, el compañerismo, la competición bien entendida, el esfuerzo y el sacrificio del colectivo, nos llevó a disfrutar de aquel maravilloso deporte, a madurar personalmente y a crecer sobre los pilares del entrenamiento y la práctica deportiva.

Me entristece comprobar como aquellos hábitos tan saludables se han ido perdiendo. Resulta incompresible que los centros educativos, algunos dotados de maravillosas instalaciones, se hayan convertido en celdas con grandes muros donde al acabar las clases se transforman en un cementerio, un desierto. Hemos convertido los colegios en un correccional en régimen de tercer grado, donde se pena por las mañanas y se clausura a poco que cae la tarde. Y en muchas ocasiones a capricho del director de turno, otras por las quejas de la empresa de limpieza, a la que le estorban los niños porque usan los servicios o ensucian los patios y en situaciones no menos kafkianas por los lamentos del bedel al que incomoda el ruido cerca de casa. Me molesta ese silencio ensordecedor que deja un patio vacío donde antes había carreras de niños, gritos, balones, el sonido de los silbatos e instrucciones de los entrenadores. Ese punto de encuentro que cada mañana de sábado, desinhibidos del estrés de la semana, padres y niños, deportistas y educadores, se reunían para verlos competir con la sana intención de animarles.

Hoy compruebo como la palabra responsabilidad cercena cualquier proyecto. Nos preocupa más la cobertura de la póliza de seguro que el bienestar de nuestros jóvenes. De quien paga la cuenta en caso de accidente. A quién condenamos. Quién se responsabiliza. A quién le cargamos el muerto. Soluciones y no lamentos.