Sé que no está muy bonito, lo confieso; pero se trata de una tentación irresistible. Una visita a casa ajena supone examinar de soslayo la biblioteca de su propietario y realizar una somera catalogación mental de sus fondos. Y es que la suma de los títulos mostrados en los anaqueles constituye un manifiesto encriptado sobre los anhelos de la persona que los compiló. Incluso la distribución espacial de los libros puede ser muy reveladora: cuáles se disponen con orgullo a la altura de los ojos y cuáles otros quedan relegados a los rincones marginales. Se descubre así que tras la sonrisa jovial de la amiga economista se alinean en apretada falange Homero, Esquilo y Tucídides; que el vecino de circunspecto rostro ha navegado a las órdenes de Melville, Defoe o Conrad; y que la sobrina querida ha viajado ya en su juventud más allá del espacio exterior, de la mano de Lem, Bradbury y Asimov.

Pero hoy mi voyeurismo bibliófilo está en peligro. Como síntoma, habrán oído acerca de la reciente desaparición de la librería Libritos, una más en la lista. Juanjo, el amable librero que la ha regentado durante 32 años, apunta a la proliferación de dispositivos electrónicos como uno de los motivos que han llevado al cierre del negocio. «Las generaciones actuales nacen ya con el móvil en la mano, y luego ya es demasiado tarde para hacerlos volver a la lectura en papel», nos dice. Comprendemos que se desencadena una conmoción similar a la anunciada por Victor Hugo en Nuestra Señora de París cuando escribió «Esto matará a aquello. El libro matará al edificio»; el nacimiento de la imprenta relevó a la arquitectura de la misión de transmitir ideas, lo alfabético sustituyó a lo visual. Ahora se invierten las tornas; nuestras inquietudes se proyectan en imágenes a través de las redes sociales, y no desde los estantes del salón. Sólo que quizás de forma menos sincera.

*Luis Ruiz Padrón es arquitecto