El domingo fui a pescar, y como últimamente tengo más mala suerte que el que fue a los toros y se llevó un balonazo tuve la precaución de parar en un quiosco y comprarme una revista de Historia, ya saben, una de esas que te cuentan lo torpes que somos desde que el mundo es mundo. Y allí andaba yo en el rebalaje entretenido perdiendo plomos y malgastando carnada cuando aprendí que los europeos no somos tan espabilados como nos creemos, de hecho explicaba la revista que hasta el S.XVII no descubrimos el sistema circulatorio sanguíneo, pues fue con la llegada del médico británico William Harvey cuando los galenos dejaron de aseverar que las venas llevaban sangre y las arterias aire. Para colmo resulta que lo de las sístoles y las diástoles ya lo habían dejado resuelto mis admirados chinos en un libro datado en el 2.600 antes de Cristo.

Pero no fue eso lo más interesante del día, sino descubrir la evolución y ascensión de un funcionario egipcio desde su más tierna formación hasta llegar a desempeñar labores de administración en nombre del faraón para justicia y beneficio de su pueblo. Por resumir les diré que sólo el proceso de aprendizaje conllevaba unos 20 años, lo cual es llamativo si tenemos en cuenta que la esperanza de vida del paisano medio rondaba las 35 primaveras. Es decir, toda una existencia de perfeccionamiento para llevar a cabo una labor de responsabilidad, y hete aquí que se me vinieron a la cabeza los tropecientos incompetentes que nutrirán las nuevas listas para esas próximas elecciones que ya nadie niega. Y de entre todo ellos hoy quiero referirme a uno en concreto, al ministro de Justicia en funciones Don Rafael Catalá.

Catalá llegó al ministerio en septiembre de 2014 y lo hizo como otros tantos, por dimisión o cese de su antecesor. Entre las paridas jurídicas que adornan su labor hemos de resaltar una reforma del Código Penal y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que no satisface a ningún operador jurídico y la creación del famoso Lexnet, un engendro tan bienintencionado como mal implantado que tampoco goza del plácet de nadie. Pero más allá de estas perlas me centro en una entrevista que concedió hace poco en la que ni corto ni perezoso afirmó que para agilizar la justicia es necesario reducir el número de recursos a los que actualmente tienen derecho los ciudadanos, es decir, el insigne ministro considera que hay que recortar derechos fundamentales como la tutela judicial efectiva para que así le cuadren las estadísticas y la supuesta justicia se haga efectiva sin necesidad de ser sometida a ulteriores criterios jurisdiccionales que garanticen una plena supervisión judicial.

Para tan brillante mente jurídica no es relevante dotar de medios técnicos, humanos y legislativos al poder judicial; para tan preclara eminencia ministerial no es necesario despolitizar los altos tribunales españoles ni a su órgano de gobierno; para tan insigne prohombre de la ley no resulta conveniente articular los instrumentos necesarios para que cada denuncia o demanda no acabe en juicio; por lo visto, para él lo suyo es atajar el camino a la firmeza y dejar a un lado la provisionalidad de lo resuelto. El ministro tira para ello de estadística y dice que un alto porcentaje de sentencias son ratificadas en instancias superiores, y se queda tan a gusto, tan pancho.

Estimado ministro, esos datos sólo confirman una cosa, y es el alto nivel técnico y jurídico de unos jueces de primera instancia y de lo penal que luchan contra la precariedad junto a sus funcionarios, pero nada más, pues con que una sola sentencia condenatoria o desestimatoria sea revocada en cualquiera de sus estratos a lo largo del periplo que lleve a su firmeza es suficiente como para salvaguardar un sistema que garantice el derecho de defensa de toda persona, y si no piense en todos aquellos que no han encontrado justicia hasta llegar al Tribunal Constitucional tras haber sido desoídos en instrucción, en reforma, en apelación y en casación. A lo mejor pretende el ministro Catalá que nuestras vidas dependan en un solo acto de personajes como Baltasar Garzón, Elpidio Silva, Pascual Estevill y un etcétera demasiado largo de magistrados que, con el tiempo, demostraron su endiosamiento, falta de profesionalidad, alarde de subjetividad, sesgo, capricho de ordeno y mando, u obediencia a intereses bastardos.

Ya se lo he dicho al principio, para según qué cosas los europeos no hemos salido muy listos. En la época de Tutankamón el ministro Catalá no habría servido ni para salir de perfil en los papiros.