Me invito a evocar y releer a Günter Grass -artista, escritor y viceversa, Premio Nobel de Literatura y Príncipe de Asturias de las Letras-. Me hospedo vibrantemente en su tambor de hojalata mientras escucho, de forma abúlica, los ininterrumpidos repiques entre El gato y el ratón, evaluando de una manera infructuosamente cotidiana, simple y sopesada, el entorno de un dislate que me acantona en una existencia abismada a unos Años de perro. No deseo caer en la lastimera tentación de la derrota fácil, la advertida por todo un holocausto público, sin poder seguir atisbando la luz de cada amanecida, la cual hace de esta urbe un solar deslumbrante en los peores días plomizos. No tengo pretensión de besar el empedrado. Esos sonidos broncos tan continuados donde la ciudad queda insomne ante su sobrenombre de despertar anhelado; las interminables pugnas entre morrongos y roedores dentro de las murallas protectoras, presuntamente, nos conducen a percibir, inmersos en sus travesías valedoras, la labor de tergiversar nuestra identidad. Así, esta villa acogedora cohabita con un sentimiento de gracia ofendida y se enfrenta contra sus propias expectativas. Málaga aspira en su ánimo a la conjugación preservar, pese a su dispersión contaminada por falsos estereotipos. Es una comunidad quien reclama su posicionamiento entrelazado por su genuina historia. Parafraseando a Grass, las personas -los políticos- siempre han contando muchos cuentos antes que la Humanidad aprendiera a escribir y a leer; todo el orbe escuchaba fábulas. Y existían narradores quienes las relataban mejor que otros, esto es, la gente les daba más crédito a sus mentiras. En esta primavera imprevisible, contradictoria y nublada de ideas racionales, ansío escuchar el sonido del equilibrio, los besos robados en las callejas y la conclusión de este período tuso. Disfruten del Día Internacional del Beso. Acaricien a Málaga y afanen una carantoña.