A cualquier precio, no. Nada de enloquecer por el hecho de enfrentarnos a nuevas elecciones, tras la imposibilidad de llegar a algún tipo de pacto entre nuestras fuerzas políticas, absolutamente antagónicas entre sí. Llegados a este punto, que descarguen la última responsabilidad sobre nosotros, los ciudadanos, dueños y señores del Estado según la carta constitucional. Tal vez sea el momento de exigir a nuestros representantes el cambio de líderes, tras el fracaso protagonizado por los actuales, sometidos a sus propios egos y a intereses ideológicos dogmáticos… o por el contrario, absolutamente móviles según lo exigía el guión cotidiano.

Dos actitudes que conducen a lo mismo: al desprecio por el diálogo, que paraliza (Podemos) o al juego de las ideas (PSOE), que convierte en una ruleta de casino cualquier diálogo. Los de Rivera se han movido con inteligencia, porque ataron el pacto desde el comienzo y más tarde dejaron en manos del omnipotente Iglesias el resto, es decir, el no. Mientras tanto, como comentaba Onega el domingo pasado en La Vanguardia, en un artículo del todo políticamente incorrecto, puede que le haya llegado el momento a Rajoy, el único que fue descartado, exageradamente, del plan para formar gobierno y previamente para una investidura perentoria.

No hay que desestimar este naipe, por mucho que nos subleve tal sugerencia. Pero no contemplemos unas elecciones futuras como el conjunto de todos los males, porque siempre será mejor que un pacto a cualquier precio, es decir, una macedonia de ideologías contradictorias, llamada a un fracaso gubernamental evidente. A cualquier precio no, en absoluto. El resultado sería mucho peor que un pacto conseguido por las prisas en pactar. Otros países han vivido momentos semejantes, y peores, al nuestro, y han sobrevivido posteriormente. Todo depende de nuestra cintura democrática y de respetar el proceso constitucional prescrito para situaciones como la actual. Lo que sí es seguro, es que el momento de Felipe VI está sobre la mesa, y tengo la seguridad que actuará con la prudencia y valentía necesarias.

Una realidad domina el momento político, que lo es también económico y social: la incompatibilidad entre casi todos los grupos sociopolíticos en liza, como ya hemos insinuado. Pero tal situación es típicamente española desde tiempos lejanos y sobre todo desde la guerra incivil, que sigue pesando mucho más de cuanto estamos decididos a admitir. No, por supuesto, en sus métodos, pero sí en sus principios políticos. Un paradigma que para nada nos ayuda porque está instaurando la intransigencia entre los partidos y sus líderes correspondientes, hasta hacer casi imposible la gobernación tras la aplaudida caída de una gobernación siempre bipartidista. Ya hemos ampliado los jugadores de la partida de póker. Hay muchas más posibilidades pero también muchas más incógnitas porque las diferencias se han multiplicado para confusión de un país desacostumbrado desde muchos años atrás a optar entre dos, solamente entre dos. Repito que tal estatus heredado de nuestra confrontación entre unos y otros, sin matiz alguno, se está conmoviendo cuando tenemos que comenzar a hilar mucho más fino en la organización de pactos de gobernabilidad, cuando la única posibilidad es ceder en algo para alcanzar resultados concretos y válidos para el conjunto de ciudadanos… no solo para el conjunto de partidos.

Todo lo anterior nos lleva a una conclusión muchas veces planteada pero mucho más tras lo sucedido entre nuestras tres fuerzas que se autodesignaron como representativas, puede que cometiendo un gravísimo error, aunque nunca lo reconoceremos: ¿no habrá que exigir a los partidos, como mejor convenga y sea posible, determinar antes del momento propiamente del voto, con quiénes están dispuestos a pactar posteriormente cada uno de ellos? Porque una cosa es votar al grupo apetecible en función de unos posibles pactos, y otra muy diferente votarles desconociendo el futuro de sus decisiones. Precisamente por las repetidas posturas ideológicas de cada quien. Y en definitiva por el ejemplo recibido de la desagradable situación vivida en estas semanas, casi esperpénticas entre los dogmáticos y los coyunturales. Porque si tornamos a otra confrontación semejante a la vivida ya, entonces es muy posible que reproduzcamos la imposibilidad de pactar. Y entonces, el mal sería de muy difícil curación. Lo sabemos todos, pero nos callamos.

Pero, ¿por qué permanecemos anclados en las actitudes inciviles heredadas, después de que fuéramos capaces de ceder en la denostada Transición? Por la sencilla razón de que entonces trabajábamos por organizar España en general, y ahora estamos ante la urgencia de organizar, sobre todo, su economía y las necesarias consecuencias para el mundo laboral, es decir, estamos ante qué hacemos con el capitalismo de la UE, sometido a los vaivenes de las multinacionales y la banca nacional. No es lo mismo, aunque la presión territorial sea muy fuerte, pero el núcleo de la situación y de los posibles pactos radica en la economía y todas sus ramificaciones en el conjunto de nuestras autonomías, aceleradas por la falta de conexión entre ellas. Que podamos transitar hasta un «estado federal», es otra cuestión posterior, pero ahora mismo la territorialidad es la que es. Y con ella hay que trabajar, guste o disguste. El federalismo será materia de posterior revisión constitucional.

No es el momento y el lugar para pronunciarse sobre las necesarias cesiones de los grupos políticos. Solamente me atrevo a pronosticar que de mantener el dogmatismo de unos y el juego a varias bandas de otro, la solución nunca llegará. Y puede que fuera bueno que tardara todavía más en llegar. Pensemos todos en el peligro que supondría un gobierno contradictorio en sí mismo y que durara un año por la imposibilidad de arbitrar medidas gubernamentales positivas para el conjunto de los españoles. Cualquier cosa antes que abrir un período de gobiernos a la italiana, para los que no estamos preparados y que nos sumirían en una sensación, objetiva, de deshilachamiento colectivo.

A cualquier precio un pacto, no. Las correspondiente cesiones, que tiene que haberlas, atadas y bien atadas. Para nada comenzar una nefasta época de abrazos que acabarían en estrangulamientos. Nos ha llegado el tiempo de reflexionar teniendo por delante el bien común. Cada uno verá lo que apoya en conciencia.