Durante el franquismo, los maestros que acababan de aprobar las oposiciones estaban obligados a presentar un montón de certificados: el antituberculoso, el de antecedentes penales (expedido por el gobierno civil), el de moral y buenas costumbres (que tenía que expedir el párroco de la iglesia más próxima) y el de buena conducta (que debía expedir el ayuntamiento o la comisaría de policía). Los maestros varones debían presentar también el certificado de instructor de Juventudes (una especie de monitor de campamentos), y las maestras el de Examen de Hogar, otorgado por la Sección Femenina. Un maestro jubilado me contó que a él le hicieron presentar un certificado de que no era hermafrodita y otro que atestiguara que no padecía sífilis. Quizá estaba exagerando, o no, vaya usted a saber. Pero el certificado más temible de todos -y ése sí que se exigía a todos los maestros- era el de adhesión al Movimiento Nacional, que debía certificarse en un local de Falange y que costaba diez pesetas con cincuenta céntimos. Hasta que llegó la Transición, todos estos certificados fueron obligatorios. El certificado de buena conducta sólo se anuló en 1979, cuando fue sustituido por el de antecedentes penales.

Creemos que las cosas han cambiado mucho desde entonces, pero la obsesión por vigilar y espiar a los ciudadanos -y en especial a los docentes- no ha desaparecido en absoluto. Y aunque creamos vivir en una sociedad muy liberal y muy avanzada, los procedimientos inquisitoriales se están instalando con toda naturalidad entre nosotros, casi siempre a remolque de la corrección política y de la supuesta protección de los más débiles. La transparencia es el nuevo dogma de esta época obsesionada por la sospecha indiscriminada. Y en virtud de esa transparencia, se va aceptando con toda normalidad que se pueda saber todo lo que hemos hecho o hemos dicho, incluso las cosas más intrascendentes. Y peor aún, la simple sospecha, aunque carezca de fundamento y no haya sido probada, ya es motivo para que alguien sea considerado culpable en toda regla, y por tanto obligado a dimitir de su cargo público -si lo tiene-, o bien obligado a sufrir un linchamiento en toda regla en las redes sociales o de cara a la sociedad. De un modo u otro, todos nos hemos convertido en inquisidores encapuchados que condenamos a una víctima que ignora por qué se la está condenando. Y al mismo tiempo, todos podemos ser esa víctima -de hecho ya lo somos- que está siendo sometida a los procedimientos secretos de una acusación sin pruebas, o que tan sólo se funda en delaciones y sospechas de dudoso origen.

Y ahí está, por ejemplo, la reciente orden que obliga a todos los profesores y a todos los profesionales que trabajen con menores a presentar un certificado de antecedentes penales. ¿Por qué? Pues para demostrar que esos profesionales nunca han sido condenados por delitos sexuales. Es decir, que todo docente es en sí mismo sospechoso de ser un delincuente sexual. En una sociedad más o menos civilizada sólo se debería iniciar una investigación por parte de las autoridades educativas en caso de indicios sólidos de conducta inapropiada. Pero aquí actuamos al revés. Todo docente es sospechoso de ser un depredador sexual. Y por tanto está obligado a defenderse -mediante el nuevo certificado de buena conducta- antes de que haya cualquier indicio en su contra. Es decir, todos ya somos culpables de algún delito mientras no seamos capaces de demostrar la inocencia.

Hace años, en un college de Pensilvania, cerré la puerta de mi despacho cuando una alumna fue a discutir los resultados de un examen. Era una norma de educación elemental que procedía de los tiempos -por lo visto prehistóricos- en que dos adultos tenían derecho a la privacidad. Cuando la chica salió, mi vecino de departamento corrió a avisarme de que había cometido una falta gravísima, ya que aquella chica -o peor aún, algún compañero de departamento impulsado por las envidias profesionales- podría acusarme de alguna clase de conducta inadecuada. A partir de entonces tomé la precaución de dejar la puerta abierta, pero sabiendo que no vivía en una sociedad tan libre como me gustaría creer. Y eso mismo está ocurriendo ahora entre nosotros, cuando se practica una vez más el control de los docentes, igual que antes hacía el franquismo al exigirles un certificado de buena conducta.