La resistencia de los partidos a encarar sus miserias desde el mismo momento en que afloran agudiza el efecto corrosivo de la corrupción y arruina la credibilidad de quienes dicen estar dispuestos a limpiar la casa. Un ejemplo. Llevamos tres años con el «caso Bárcenas» abierto y un suministro persistente de datos sobre la financiación encubierta del partido todavía gobernante. Ahora el PP, la única organización política imputada como tal por un presunto delito de encubrimiento, acaba de despedir al informático al que encomendó la destrucción de los discos duros de los ordenadores de su extesorero. El técnico había declarado ante el juez que, contra lo que sostiene el partido, los ordenadores eran propiedad de Bárcenas. Más contradicciones. Donde el PP dice que esos discos duros estaban vacíos su informático sostiene, según ha trascendido, que contenían «pantallazos de correos con dirigentes del PP», recibos escaneados y pagos «regulares e irregulares». El informático entró en esa documentación y resulta previsible que haya adoptado ciertas cautelas sobre su custodia antes de borrar 35 veces los ordenadores de Bárcenas, como reconoció ante el juez. Ahora el PP cesa toda relación laboral con su antiguo empleado por «haber accedido a información sensible del partido». Prometedor. El caso Filesa, que en los años noventa reventó al PSOE desde dentro al dejar la descubierto su financiación ilegal, comenzó con un contable despedido y despechado. La primera pregunta es cuanto tiempo tardará en circular la información supuestamente borrada por el informático. La segunda, qué nombres de la cúpula popular seguirán rodando por el lodo con las nuevas revelaciones. El PP necesita con urgencia un cortafuegos. Nadie asume esa necesidad porque marcar distancias con ese pasado escabroso supone afrontar una completa renovación generacional del partido. En lugar de ello pretenden que las urnas lo lavan todo, lo que es un flaco favor para el PP y para el país.