En la cultura patriarcal la homosexualidad está proscrita, da igual que esa proscripción se manifieste como delito, enfermedad, vicio o pecado. La razón última es que diluye las fronteras entre hombres y mujeres, con sus roles respectivos, indispensables para ejercer el supremacismo patriarcal. Ese supremacismo forma parte de la entraña orgánica, dogmática y funcional de la Iglesia Católica, por más vueltas que quieran darse y más evolución que quiera imaginarse o fingirse. El rechazo por el Vaticano al nombramiento del embajador de Francia propuesto por el Eliseo, que se había declarado homosexual, resulta totalmente coherente con la homofobia constitutiva de la Iglesia; y habría que agradecer incluso el gesto, por su sinceridad, pues hace que se esfumen infundadas esperanzas de apertura, tontas ideas de que el supremacismo masculino alojado en Roma pierda prestancia.