Mañana es san Cervantes, 23 de abril, Día Internacional del Libro, dice el calendario. Cada cosa que en el mundo tiene un «Día Internacional» puede darse por jodida. A nada que le vaya bien le dedican un «Día Internacional», y solo a lo que anda muy mal de presente y de futuro decide alguien que tiene que tener, al menos, una conmemoración, como en aquel poema de César Vallejo en el que el poeta guardaría un día «para cuando no haya».

De modo que el libro, ese enfermo crónico que, por fortuna, no termina nunca de morirse, tendrá mañana su día y su gloria, y quienes nos hemos pasado la vida entre libros, leyendo muchos y escribiendo unos pocos, también sentimos que es un poco nuestro día, quizás porque nosotros también andamos un poco jodidos.

El imaginario de la literatura está contaminado por el imaginario romántico, tan falso, tan excesivo. Así, el hecho creativo es considerado por la mayoría de la gente como una especie de rapto místico, una suerte de arrebato en el que el escritor siente un gozo extremo, casi divino. Ese imaginario romanticón ha construido un montón de lugares comunes, y uno de ellos es el de «publicar un libro debe ser como tener un hijo».

Pues no, ya les digo yo que no. En todo caso, se parece más al momento en que expulsas una piedra del riñón, al éxtasis que sigue a haberse quitado un enorme peso de encima. Siempre la realidad es un poco más pedestre que los estereotipos, y escribir, se lo aseguro, muchas veces se transforma en un trabajo forzado en el que en lugar de picar piedra buscas un adjetivo durante meses, a veces sin encontrarlo. Escribir es algo que se hace en solitario y con los pies fríos. Es algo que la mayoría de las veces duele e incomoda, pero que uno acaba haciendo quién saber por qué.

Y seguramente lo hacemos porque, al menos en mi caso, no sabemos hacer otra cosa. Yo no sé nada más que hacer libros, y revistas, y periódicos. Todo lo demás me es ajeno y extraño. No tengo ni idea de cómo se levanta un tabique (creo que tampoco sabría tirarlo, que ya tiene delito), o cómo se pone una inyección, o cómo se señaliza una carretera. Nada, lo que se dice nada. Excepto hacer estas cosas, que dan muchos quebraderos de cabeza y muy poco patrimonio. Seguramente, quienes nos dedicamos a esto de las letras somos unos inconscientes, unos pobres ilusos que con ilusión se dejan un montón de horas en construir algo tan frágil como un libro, en lugar de construir una urbanización, que es mucho más rentable, empeñados en vivir de esto sin saber que es imposible.