En ese restaurante las lágrimas son el ingrediente principal. Cada uno de sus platos, de hecho, las incorporan de una u otra manera y les dan nombre. Lágrimas de Margarita como cóctel. Ensalada de lágrimas y berros. Lenguado en lecho de lágrimas. Lágrimas de cocodrilo (un solomillo, en realidad, de buey). Tartar de lágrimas de atún. Arroz mil lágrimas. Pasta arrabiatta hasta las lágrimas. Gambas al pilpil de lágrimas. Puré de lágrimas (en un primer menú llamado, en un pobre juego de ingenio desechado, lágrimas puras). Lágrimas flambeadas. Sorbete de lágrimas. (Hasta los lavabos tienen rotulados en sus puertas de entrada Lagri Mea para Hombres y Lagri Mea para Mujeres y a la cuenta la denominan la Lacrimosa). Así hasta varias docenas de variedades cuyas recetas los propietarios (Pablo, Itziar, Juanfran, Òscar, Glenda y Nerea) guardan bajo llave pero cuya filosofía y método de trabajo se avienen a relatar entusiasmados.

Para empezar, aseguran, llorar es sano, algo que certifican psicólogos, fisiólogos, pediatras y parejas. Y si llorar es sano, los frutos del llanto, dicen, tienen que serlo también. Por otro lado, las lágrimas tienen sabor, muchos sabores diferentes. No saben lo mismo las lágrimas de un bebé que las de un anciano. Ni las lágrimas de amor que las provocadas por un dolor físico o del alma. Ni las lágrimas recién cosechadas que las maceradas en hierbas, por ejemplo, durante varios días o semanas. Ni las lágrimas de un habitante de tierras secas que las de otro de tierras húmedas. Ni las lágrimas de risa que las de pena. Ni las lágrimas por un desahucio que por un boleto de lotería premiado. Casi ninguna lágrima sabe igual que otra ni sirve para condimentar el mismo plato. Es por eso que lo primero que tuvieron que hacer, antes de abrir el negocio, fue organizar lloronadas, es decir, reuniones de llorones voluntarios para probar, clasificar, elegir y almacenar. Fueron meses intensos, con discusiones interminables y descubrimientos extraordinarios, que les ayudaron a distinguir, como gourmets especializados en esto como otros lo son en vinos, aceites, quesos o salsas, las lágrimas sosas de las muy saladas, las de mucho o poco cuerpo, las que maridan bien con la carne o con el pescado, las que dejan regusto de las que se evaporan enseguida, las que modifican el estado de ánimo de ciertos comensales de las que los reafirman y fortalecen, etc.

Como es fácil de imaginar, las combinaciones y el campo de estudio están aún en sus inicios y queda bastante por descubrir e infinitas recetas por perfeccionar. Eso lo saben Pablo, Itziar, Juanfran, Òscar, Glenda y Nerea, que me lo cuentan mientras me invitan a degustar algunas de sus especialidades, pero eso mismo es un acicate, algo que les mantiene vigilantes, creativos y entregados. Lo que se guardan para ellos es de dónde proviene su producción de lágrimas. ¿Tienen un cuarto con plañideros a sueldo? De ser así, ¿les dan indicaciones de qué clase de lágrimas necesitan y, por decir algo, les ponen, para inspirarles, películas tristes o alegres, les obligan a traer fotos de seres queridos actuales o perdidos, les suben la calefacción para que suden o la quitan para que tiriten, les fustigan para que pelen cebollas sin parar? ¿Quién recoge esas lágrimas, en qué clase de recipientes, con qué precauciones higiénicas? Ellos sonríen y me pasan, para finalizar la entrevista, un licor de lágrimas que me hace, sí, llorar de emoción. Son unos genios y ni siquiera me han pedido que publicite la ubicación de su local, algo que, en este mundo de desaforada afición a la fama, les honra y les define.