Cuatro exprimió hasta el tuétano al llamado «colectivo gitano» en su ofensivo producto Los Gipsy Kings, una kermés que, con apariencia de ensalzar las costumbres gitanas, lo que hace es ridiculizar a quien saca porque los guionistas los convierten en payasos para divertir a los payos, que se quedan locos viendo los disparates a los que someten a las familias que se prestan a ese carnaval humillante. Así no son los gitanos. Los gitanos de Los Gipsy Kings son gitanos de vodevil, gitanos ricos que se prestan a perpetuar justo lo que colectivos gitanos concienciados tratan de erradicar como paradigma de grupo. En Los Gipsy Kings, que hace unas semanas finalizó su segunda temporada, se da la imagen de una gente burra, inculta hasta el ridículo, machista hasta la ilegalidad, estúpida, cerril y racista que vive al margen de todo y de todos, y vale, puede que algunos gitanos sean así, pero está claro que el programa no pretende indagar en su realidad, aunque, lo que son las cosas, Los Gipsy Kings está catalogado como un reality. Es mentira. No tiene nada que ver con la realidad. Parte de la realidad de las cuatro familias elegidas, que viven en un exceso que cansa incluso sin moverte de casa. Sobre este asunto, sobre el trato que el programa da a los gitanos, me ha escrito gente gitana contándome que ven el programa con indignación, sintiéndose humillados, maltratados, vejados, que existe otra realidad. Los Gipsy Kings lo mete todo en el saco del espectáculo, sin más. Está claro que no es un documental, que no es un reportaje sobre los gitanos, que no trata de analizar la cara b, pero de ahí a caricaturizar con mala leche a los que sacan es un dolor. Hace unos días, el Consejo Estatal del Pueblo Gitano puso en circulación un vídeo cuya consigna no deja lugar a dudas, «la telebasura no es realidad». El dardo, dolorido y por supuesto envenenado, iba dirigido contra Mediaset, contra Cuatro.

A nivel de dios

Ahora, la mano que hurga en el cubo de detritos, mece la cuna de la religión. Para eso ha quedado el catolicismo. Para echar unas risas, como los gitanos de arriba. Quiero ser monja es un bodrio de programa, una infamia televisiva, un dolor se mire por donde se mire. A ritmo de música del demonio la voz del narrador presenta, como se presentan las jacas en una feria, a Janet, Jaqui, Juleysi -por los clavos de Cristo que hay gente que se llama así-, Paloma, y María Fernanda, porque «han sentido la llamada a la vida religiosa». Las visten con faldita negra, estrecha, y camisa blanca, estrecha, y a la noche, iluminadas como por velas conventuales, ante el crucifijo, se santiguan y les hacen decir chorradas del tipo «siento que dios me está hablando al corazón, así que ya sé más o menos qué camino tengo que tomar». Genial. Lleva cinco minutos entre hábitos y ya lo tiene claro. Otra, la tal Juleysi, dice que «a nivel de dios, Alberto está por aquí», según la escala que forma con sus manitas, o sea, un poquito más abajo. ¿A nivel de dios? Yo creo que esta gente toma algo. En serio. Paloma dice que cuando está en la playa, cerca del mar, siente como si la abrazara dios, y se estremece. Esta, a «nivel de» cuelgue, va también como dios. En su loca carrera al sinsentido asegura que sabe que dios está muy complacido porque ella siga los votos de obediencia y castidad. El dios de Palomita no quiere, según la chica, intercambio de fluidos. Nada de ñaca ñaca, nada de ponte así que te voy a poner mirando a Cuenca. ¿De verdad que dios, algún dios, se complace con que estemos a dos velas? ¿Qué clase de divinidad es esa? Quiero ser monja es una de las afrentas más gordas que se le ha hecho en televisión al catolicismo. En serio. Si han echado mano hasta ahora de famosillos en apuros que cagan detrás de una palmera en una playa hondureña, han echado mano de zopencos analfabetos que encierran en una casa para que Mercedes Milá gane un pastón y ponga caras de ordinaria a la altura del vertedero, o se han cebado con los gitanos, ahora le toca el turno a cinco señoritas -¿de agencia?- para que, disfrazadas de monja, suelten paridas en nombre de dios.

Sor Lucía, la guía

El pobre director del formato, el joven José Rueda -director también de Los reyes del empeño, vaya tela-, asegura que Quiero ser monja huye del morbo, del amarillismo, y que las congregaciones religiosas entendieron enseguida que no hacían el programa para desprestigiar ni criticar la religión. No hace falta, querido. O salen monjas, o tronistas. Las monjas profesionales entendieron, recuerda el director, que el programa quería acercar la religión a la gente y que entregar la vida a dios es de lo más normal. ¿Cómo? ¿Entregar la vida a alguien que es una entelequia, que sólo existe en el corazón del que cree, es normal? ¿Y para qué quiere ese ser que le entregues tu vida? Esto, como he leído por ahí, es un Cura, monjas, y viceversa. El dios de esta gente es tan exigente que en su nombre, una monja profesional, que actúa como su portavoz, les dice que tienen que entregar lo que más quieren para poder seguir a Jesús. Y les pide el móvil. Oh, no. Esto va en serio. Cuando la dulce monjita tiene el botín, con una sonrisa perversa, las mira y suelta la bomba, «tranquilas, que esto es una ofrenda también a ÉL». Lo escribo así, son mayúsculas, porque sus ojillos miraron al cielo, buscándolo en el artesonado del techo. Si en Los Gipsy Kings o en Palabra de gitano vimos y escuchamos cosas que no podíamos creer, y que tanta gracia hacían, en Quiero ser monja la linde entre la sensatez y la irreverencia, entre la creencia y el disparate, entre el recogimiento y la blasfemia es tan sutil que la escena del requisado de móviles acaba con la frase gloriosa de la monja alférez diciendo que la caja se pondrá a los pies del señor. Insisto. ¿Qué toman? Sólo han empezado su carrera televisiva. O portada de Interviú o asiento en Sálvame. O monjas tertulianas, como Sor Lucía Caram, que además de la llamada de su dios entendió la llamada de Mediaset. Y ahí está, como una bala.

La guindaRita, Rita

Ese juez no se entera. Mira que pedirle al Supremo que impute a la doña por blanqueo de capitales. La Bien Cardada, Rita Barberá, es inocente. De todo. ¿O es que no la escuchó nadie el día que, con gesto sobrado, con sonrisita ladeada de ladina y picarona, lo anunció y repitió mil veces? Soy inocente, decía, además de hacernos creer que no es dios. Las teles hacían guardia el jueves en su portal. Pero la diosa, esquiva, no apareció.