Casta es un término poderoso en sí mismo, doloroso sin causar ofensa. La RAE lo despoja de las aristas que se le han incorporado en el debate político, al hablar simplemente de un «grupo que forma una clase especial y tiende a permanecer separado de los demás». Adoptando esta concepción neutra, los «grupos de intereses espaciales» han secuestrado los incómodos resultados electorales del 20D, hasta convertirlos en una abstracción. A continuación, condenan a la repetición de los comicios hasta que el desenlace sea compatible con sus objetivos, a traducir por la coalición entre PP y Ciudadanos. Conviene aclarar que no se fabula aquí la conspiración de un Gran Hermano organizado, pero Big Brother no es menos temible cuando funciona de forma caótica, según demuestran los desastres norteamericanos en la guerra de Irak.

¿Qué es la casta? Un concepto que polariza la indignación generalizada por Stéphane Hessel y que cristalizó en España antes que en la Francia donde surgió. Adapta al castellano la atmósfera de club del establishment británico. Este término titula un ensayo reciente de Owen Jones, que ha alcanzado cierta notoriedad fuera del Reino Unido. Sin embargo, la revitalización del establecimiento o concordia entre poderes civiles y religiosos arranca de un artículo publicado por Henry Fairlie en 1955, en la publicación conservadora The Spectator. El autor detallaba que el establishment «no solo está formado por el primer ministro, el arzobispo de Canterbury y el director de la policía, sino también por mortales como el presidente del Museo Británico, el director general de la BBC o el editor del suplemento literario del Times».

La identificación de los equivalentes españoles a los miembros del establishment británico es inmediata. En la relación figurarían desde luego Blesa, Rato o Díaz Ferrán. Otra alineación posible englobaría a los privilegiados inversores en Panamá. La coexistencia pacífica en la cima sirvió de raíz a la palabra más larga del idioma inglés, disestablishmentarianism. También el término casta podría enroscarse en descastificacionismo. Encapsula el esfuerzo de Podemos por propiciar un cambio en las estructuras jerárquicas. Aunque desafortunado hasta ahora en la gestión de sus excelentes resultado electorales, la formación emergente quedará para la historia como el primer partido anticasta que ha brindado motivos de preocupación a los privilegiados por natura o por cultura.

A propósito de la extracción de la casta, no siempre se cumple la endogamia predicada acríticamente. Es erróneo confundirla automáticamente con la aristocracia. Llegan al título después, como Vicente del Bosque. El establishment sabe que la adaptación al medio implica la renovación de las genealogías. Así en Inglaterra como en España, buena parte de sus miembros aterrizan desde las inhóspitas tierras exteriores. Una vez acogidos en su seno, la estirpe dominante se mostrará implacable con aquellos eslabones que no respeten las reglas del colectivo. La estampa de Mario Conde se erige como el ejemplo demasiado fácil de la penitencia que aguarda al hereje. Esta apreciación no obvia sus numerosos delitos, recuerda simplemente que no hay una doctrina Conde.

Cada día sin Gobierno afianza la victoria de la casta. El Rey tutela al establishment, según la definición canónica de Fairlie. Sin embargo, el monarca ha disparado el último cartucho de las consultas, para irritación del PP y porque sabe que no puede gobernar únicamente para los intereses especiales. Un poco más a la izquierda, resurge el debate en torno a la supremacía del huevo o la gallina. ¿Fue antes la prohibición castiza ante la hipótesis de que Podemos entrara en el Gobierno, o la obcecación de Pablo Iglesias contra un pacto? Aun admitiendo que solo las mayorías pueden ser relativas y que la oposición está obligada a ser absoluta, en la línea de Chateaubriand cuando dictamina que «la oposición debe ser total o nada», el partido emergente se aproxima peligrosamente al borde del precipicio.

La casta victoriosa y contagiosa. Asimila a sus enemigos más feroces, tales que el Félix de Azúa calcificado tras un ingreso en la Academia y por tanto en el establishment. Lo preocupante no es que el antaño admirable pensador se haya convertido en el Alfredo Landa de la caspa, sino que se haya impuesto su criterio.