En el país de las corruptelas políticas, las tarjetas black y el dinero negro, son actualidad estos días los «rumores» de maletines y las alertas de amaños de partidos de fútbol. Es natural. Lo contrario hubiera sido tan sorprendente que habría merecido con mayor motivo ser noticia.

El estado de las cosas permite, además, bromear con ello, ufanamente, sin complejos. Los futbolistas marcados por la responsabilidad de decidir la suerte del campeonato liguero en la última jornada se prestaban al chascarrillo del enjuague, algunos periodistas les siguen la gracia y los hinchas animan el cotarro manifestando deseos inconfesables absolutamente reñidos con el espíritu del fair play. El fútbol y casi todo lo que lo rodea es así, pero es que tampoco podría ser de otra manera en un país con la temperatura moral tan degradada.

Bastante peor incluso de que exista la posibilidad de amañar un partido es cierta percepción pública sobre el particular: en ocasiones un canto grosero a la corrupción. Algunos forofos que no dudarían en pedir la cabeza de cualquier cargo público gratificado por particulares que buscan ser favorecidos ven por ejemplo de lo más normal las primas por ganar un partido si el que tiene que salir derrotado de él es el rival que compite por no descender de categoría o ser el campeón de Liga. Incluso por perderlo, si es la inversa o existe cualquier otro tipo de combinación.

Las apuestas no han hecho más que agravar el problema desde el mismo momento en que son los propios futbolistas los que tratan de obtener rentabilidad en los pronósticos de los partidos que juegan, convirtiéndose en arte y parte. El asunto sería preocupante si no fuera que pertenece al escándalo de siempre y ya hemos dejado de escandalizarnos ­­por cualquier cosa.