En su libro El chantaje intelectual, el sociólogo Ignacio Sánchez Cuenca alude a la lectura de los periódicos como un factor determinante en la incidencia de la corrupción. Una sociedad más y mejor informada, viene a decir, reduce el margen de maniobra de los políticos corruptos que se sienten vigilados. Por el contrario, si nadie se ocupa de fiscalizar públicamente lo que hacen, ese margen se ensancha.

El asunto no es nuevo, Walter Lippman alertó sobre él hace ya tiempo. El periodista americano más influyente de la historia sostenía que la calidad de las noticias en la sociedad es un indicativo de su organización. Años más tarde sigue siendo igual que entonces, con la particularidad de que las facilidades para corromperse han aumentado cuantitativamente por la propia dinámica de crecimiento del mundo.

Volvamos pues a abrazar al viejo adagio: más prensa, menos corrupción. Pero para ello es necesario contar con la credibilidad de los lectores que en ocasiones han podido verse defraudados por la afinidad entre el poder y ciertos medios. Independientemente de cualquier observación cínica, la misión sagrada de este oficio es informar y llevar a cabo una búsqueda concienzuda de la verdad. El primer objetivo de quienes hacen periódicos, de papel o digitales, el soporte en este caso es lo de menos, debería ser el periodismo de calidad dirigido a lectores de calidad. El éxito de las democracias, la limpieza del juego, dependen en gran medida de la vigilancia de la política y de la economía que han ejercido y ejercen las redacciones de los diarios.

El periodista busca hechos, los cuenta a los ciudadanos y, mediante el análisis, estos forman una opinión pública. Si la opinión pública es exigente, las posibilidades del corrupto de ocultarse lógicamente se reducen. Ya saben, noticia es aquello que alguien no querría ver publicado.