La pesadilla era de lo más extraña. Decenas de gorrinos revolcándose en el encharcado margen que separa el mar de la arena recalentada. Desde el paseo marítimo lo contemplaba atónito. Lo peor no era la situación, sino el desproporcionado cartel que me obstaculizaba el paso: «Playa para cerdos. Prohibida la entrada a personas». Estaba indignado. ¿De dónde habría partido tamaño despropósito? Me quedé allí con la toalla colgada, el bronceador en la mano y un libro bajo el brazo. Algunos lechones se acercaron hasta donde yo estaba para curiosear. Quise acariciar a uno de ellos, pero una de las hembras corrió hacia mí amenazante. Tuve que huir, y de no ser por el golpe que me di contra el cabecero de la cama, aún seguiría corriendo o durmiendo.

Por la mañana quise contrarrestar la pesadilla acudiendo a la misma playa. Mi corazón sufrió un revolcón al tropezar con un cartel que decía: «Prohibida la entrada a perros». Me aterroricé al pensar que mi pesadilla se había hecho realidad, pero no fue así. No había ni rastro de cerdos en mi playa, lo que encontré fueron botellas de plástico, envoltorios de helados y patatas fritas, botellines de cerveza, colillas, tampones y compresas, mangos de paletas de playa, la ropa abandonada de un bañista acalorado, corazones de manzana, clínex usados, latas de refrescos y algún que otro preservativo.

Los números del Ayuntamiento no entran en tanto detalle, pero son más repulsivos. La factura de Limasa para la limpieza de las playas se cuadriplica en temporada alta. Y no se debe a ningún privilegio adquirido por los operarios, ni a las reiteradas acusaciones que los contribuyentes les hacemos a la empresa municipal, sino sencillamente a la desidia que nos gobierna cuando se trata de tener limpia nuestra principal industria. En verano se retiran de las playas 3 millones de toneladas de desperdicios. Un registro nada desdeñable teniendo en cuenta que se incrementa con respecto a los años anteriores: 2,8 millones en 2013 y 2,3 millones en 2011.

De todas las banderas que ondean en este inconformista país, la azul es la más codiciada por los municipios costeros. Más allá del colorado que ansían los bañistas, los gestores municipales luchan por conseguir un azul que flamee sobre sus playas para que los ciudadanos estén satisfechos y luego puedan ensuciarla sin escrúpulos. Muchas de esas banderas, nada más comenzar el verano, ondean a media asta.

Como la culpa nunca es nuestra, ni tampoco de los cerdos de mis sueños, me atrevo a suponer que sea el mar. Cada año escupe más basura que espuma, eso sí, solo en verano. Mala suerte. Las olas, a las que ni les va ni les viene, arrastran un mar de desperdicios sobre nuestro preciado paisaje mientras algunos bañistas nos afanamos por evitar que se acumule la porquería.

La ciudadanía se ha acostumbrado a echar mierda para que la recojan otros. Un irónico reflejo de lo que han hecho muchos de nuestros políticos. La playa en verano no es más que el escenario donde se representa la educación de este pueblo. No solo la impartida por la escuela, sino la transmitida por los padres y abuelos. Ese drama, aunque sobradamente representado, está perdiendo el interés de muchos, incluso de los que aún soñamos con cerdos.