Ayer vi a una familia de japoneses haciéndole una foto a una bandeja de churros. Eran porras alargadas de atrayente color, crujientes, recién fritas en aceite de oliva y con una textura casi insuperable. No sé todo esto por robarle un churro a los japoneses, que pugnaban entre ellos como fieras, siendo la escena digna y propia de documental antropológico que por cierto desmentía, dada su destreza y fiereza, la debilidad atribuida al sexo femenino. La hija, de unos quince años, mostraba poseer un mejor adiestramiento mandibular y un insuperable manejo de codo, brazo y mano que sus dos hermanos, algo mayores, y que sus progenitores, que por sus rostros trataban de conjugar el nunca bien ponderado amor paterno filial (o sea, dejar que coman a placer los vástagos para que tornen en fornidos adultos) con el propio instinto biológico de supervivencia, que les recordaba que si no ingerían al menos un par de churros, el cuerpo podría resentirse o carecer de combustible para afrontar el día que quedaba por delante, no siendo descartable que el mencionado día incluyera largas caminatas por un mejor abarcar los muchos atractivos de nuestra ciudad.

Unos atractivos que, de antiguo ponderados y ensalzados por poetas, han sido resumidos en abundantes guías de fácil manejo, una de las cuales seguramente habrá conducido a esta familia al sitio donde se encuentran en lo que podríamos calificar de armoniosa lucha por el churro.

El observador empero se plantea claramente si la solución no sería que el padre de familia, o incluso alguno de los vástagos, que seguramente tienen ya sus partes bien provistas de pelo, o sea, poseen madurez, pudieran encargar al menestral una nueva remesa de churros, alimento, como no desconoce el lector, no muy gravoso para el bolsillo.

Que pidan también otra ronda de chocolate y cafés, me apunta mi contertulio de mesa, siempre atinado y nunca esquivo para emplearse en desayunar churros con un servidor, que por eso conoce la textura del alimento que protagoniza este artículo. Tal vez los japoneses piensen que el españolito medio desayuna churros todos los días, lo cual es un desatino sin descartar que sea un dislate. El mismo que consistiría en que nosotros pensáramos que todos los ingleses desayunan huevos con bacon. Y salchichas. La foto a la bandeja de churros habrá circulado por el globo terráqueo merced a la avanzada tecnología telefónica de la que disponemos. Habrá llegado a Japón. Tal vez al ático de un sobrino en Hiroshima o quizás a la oficina de un hermano en Tokio o incluso a la abuela, que estuviera en una playa de Hawai echando el mes de junio, que ya se sabe que es propicio para la holganza. Los parientes nipones mirarán los churros con extrañeza, tal vez con envidia. Ignorantes de que aún tendrían que recibir a lo largo del día otras de una bandeja de boquerones al limón con una copa de vino dulce al lado. Casi para dar el salto a Instagram.