Por cuestiones de trabajo, llevo ya mucho tiempo metido en la traducción de una larga historia de surf. Sé que hay elecciones a la vista, y sé que todo el mundo está hablando de lo mismo, pero si me hablan de derecha e izquierda, las únicas derechas e izquierdas que se me ocurren son las grandes olas que rompen en una dirección o en otra. Los surferos no pierden tiempo y las llaman así: una derecha o una izquierda, según sea la dirección que cogen. Y claro, esas izquierdas y derechas no son las que estamos imaginando —los cursis corazoncitos sonrientes o las serias admoniciones al esfuerzo y a la estabilidad si no queremos que llegue el caos—, sino las grandes olas que se pueden pillar en los mejores picos del mundo. Las olas de la Banzai Pipeline, por ejemplo, en Hawai, o las de Jeffreys Bay (en Sudáfrica), o las de Puerto Escondido, en la costa de México, en Oaxaca (ésas la conozco, ay, pero ya nada es igual de como era cuando estuve allí). Quienes se han metido en un tubo saben que dentro de una ola nadie siente el paso del tiempo ni la gravedad terrestre ni siquiera la mortalidad. Y mientras el surfista va deslizándose bajo el rugido de la ola que rompe —y que puede hacerle papilla en un segundo—, de pronto tiene la sensación de haber alcanzado la eternidad. No una especie de eternidad, no. La eternidad. Toda la eternidad, o al menos toda la eternidad que le sea posible sentir a un ser humano. Así, sin más.

Eso explica que para los surfistas de verdad pillar una buena ola se convierta en el equivalente de la búsqueda del santo grial. Todos saben que esa buena ola les parecerá muy poca cosa cuando la hayan surfeado, pero eso también les da igual. Hay que encontrarla, hay que surfearla. Y por eso peregrinan de una playa a otra, cada vez más remota y más difícil de alcanzar. Y por eso van saltando de continente en continente en busca de ese tubo majestuoso en el que puedan meterse a solas. Y cuando por fin lo consiguen, cuando por fin pillan esa ola que llevaban meses buscando, de pronto pueden creer que el tiempo no existe porque ellos han logrado meterse —durante ocho, diez, veinte interminables segundos— en el gran vientre giratorio de la eternidad.

¿De dónde son los surfistas? Algunos se empeñan en identificarlos por su nacionalidad —americanos, australianos, españoles, la que sea—, pero en realidad la única nacionalidad que tienen es la de ola que en ese momento están surfeando. Y nos les hagan hablar de política porque va a ser inútil. Que yo sepa, no se tienen noticias de ningún surfer que haya hecho declaraciones abiertamente políticas en los últimos cincuenta o sesenta años. Por supuesto que todos son más o menos ecologistas, pero no militan en partidos ni hacen campañas. En los últimos años ha habido un campeón de surf irlandés que se ha presentado como candidato por el partido Verde, y creo que otro surfer brasileño ha entrado en política —no sé con qué partido—, pero eso es todo. El gran Kelly Slater, uno de los mejores surfistas de la historia, suele hacer declaraciones en contra de los alimentos transgénicos o del belicismo de George Bush a principios de este siglo, pero no va mucho más allá. Lo que de verdad interesa a los surfistas es el tubo, claro, y todo lo que viene con él: el riesgo, por supuesto, y la adrenalina, y la amenaza de un tiburón (cada vez hay más ataques de tiburones), o la placa de coral que puede rebanarte una pierna sin que te des cuenta. En octubre del 2013, la surfista brasileña Maya Gabeira estuvo a punto de ahogarse en Nazaré, en la costa de Portugal, cuando se cayó bajo una ola de unos quince metros (no hay error, no: quince metros, un edificio de más de siete pisos), y luego fue arrastrada por otra serie de olas. Un compañero tuvo que rescatarla con una moto acuática y le salvó la vida de milagro.

¿Qué lleva a la gente a meterse bajo una ola así? No lo sé. Hace mucho tiempo estuve en Nazaré, también en octubre, y allí no había un solo surfero, ni creo que nadie hubiese oído jamás hablar del surf. En el fuerte que da al mar, justo donde ahora cientos de espectadores observan las olas, los pescadores vendían percebes en cucuruchos de papel de periódico y nadie perdía el tiempo mirando las grandes olas que rompían allá abajo. Supongo que en aquel tiempo también había elecciones a la vista, pero los habitantes de Nazaré —igual que ustedes, igual que los surfers, igual que todas las personas sensatas— preferían pensar en otra cosa.