Un psicólogo deberá explicar por qué me he remontado de inmediato a La Ilíada. Por los modernos corceles, o porque Luis Salom ha muerto en combate, o porque la palabra héroe viene asociada a los luchadores de élite, o por el talón mortal del celerípede divino Aquiles, o porque la vida parece una empresa vana cuando se le niega a un joven de 24 años. Los prodigios de la ingeniería y del entrenamiento personal nos habían inducido el espejismo de que los pilotos son indestructibles.

Solo los allegados de los hombres más veloces conocen la auténtica dimensión de la zozobra. La madre de Jorge Lorenzo, contándome que no puede ver las carreras de su hijo en directo. Su padre, anunciándome que el piloto creado desde su furia paterna debería retirarse para no forzar sus probabilidades, una vez que había conquistado todas las metas mundiales. La familia Salom también habría vivido este momento en más de una ocasión, como una pesadilla que se desvanecía tras cada carrera feliz, antes de sufrir el castigo a plomo de la realidad.

Luis Salom ha ganado la gloria eterna. Sus últimas palabras quedan inscritas en Twitter, otro signo de los tiempos más rápidos de la historia. El piloto muere en plena aceleración. La despedida en 140 caracteres de Rafael Nadal contiene el mejor resumen de la situación. El tenista plantea que «ninguna palabra reconforta». Ninguna palabra significa nada, pero siguen siendo el único recurso al que aferrarse. Una prueba de fe en que habrá un mañana.

¿Por qué La Ilíada? Porque el piloto no regresa a su tierra natal, a diferencia de la Odisea. Y porque el deporte de élite es el sucedáneo de las guerras clásicas. Se obliga a sus practicantes a extender los límites de lo humano, las innovaciones técnicas se incorporarán más adelante a los vehículos de la población sedentaria. A cambio, Luis Salom se había comprometido a volar más cerca del sol, a explorar nuevos recursos de su cuerpo y de su inteligencia. Lo arriesgó todo voluntariamente, lo ha perdido todo desgraciadamente.

En Mallorca, el apellido Salom es una dinastía incluso para quienes nunca han montado una motocicleta. La poesía aneja a la moto conlleva un grave problema, que es cierta en todos sus extremos. Los distintos vehículos ofrecen satisfacciones coyunturales, solo sobre dos ruedas se descubre una adicción literalmente irrefrenable. Este carisma ha contribuido a la inusual comunión en el dolor tras la muerte de Luis Salom. La solidaridad no restituye nada, pero el ser humano sobrevive porque se aferra a lo único que no tiene.

En lo deportivo, Salom garantizaba la continuidad de la dinastía mallorquina Nadal/Rudy/Lorenzo. De aquí a un siglo, se revisará desde el asombro la conjunción de nombres proyectados colectivamente desde la isla al Olimpo. Y por mucho que se revista de homenaje, la celebración este fin de semana de las carreras de Montmeló confirma el desprecio de los organizadores del circo por la vida humana. Los pilotos son gladiadores reemplazables, carne para la trituradora tras retirar sus cuerpos exánimes del circuito. Solo las marcas poseen el elixir de la inmortalidad. La Ilíada, de nuevo.