Las obras en la plaza maltratada por muchos años de botellón continúan. Quedaron atrás los años del chunda-chunda; los vecinos sueñan con escuchar de nuevo el rumor del agua y el canto de los pájaros que se balancean en las ramas de los cipreses. Pero el rumor que hoy circula es otro: quieren talar los árboles. Lo ha pedido la cofradía que ha tomado la plaza como propia, dicen. En su centro hay una fuente dedicada a Pomona, diosa romana de los jardines, que anda con la mosca detrás de su marmórea oreja y mira con inquietud lo que sucede a los pies del pedestal que la sustenta, mientras contiene el deseo de arrojar su cesto cargado de fruta contra unos operarios que no tienen culpa de lo que se decide en los despachos. Pomona añora la era de los dioses y los héroes, y sólo encuentra consuelo arropada por los cipreses que se inclinan gentilmente con la brisa de las tardes veraniegas. Ay, se queja: ¿en qué momento dejó de asociarse en nuestra cultura el esbelto ciprés con la colina de la Acrópolis o los vergeles de Isfahán? ¿Cuándo comenzamos a relacionarlo con viudos y plañideras frente a un nicho? Volviendo a las obras, seguro que no es más que eso: sólo un rumor. Es imposible que la administración sea tan irresponsable como para eliminar unos árboles sanos, que han tardado más de medio siglo en alcanzar 20 metros de altura, no interfieren en el trazado de infraestructura alguna y se encuentran a buena distancia de las fachadas circundantes. Que resultan sorprendentemente acordes con espíritu del lugar: la plaza de San Francisco. No, la administración no toma decisiones arbitrarias y sin justificación técnica. Ni puede haber existido esa solicitud tan ruin, ¡talar los cipreses! Pero Pomona recela. Piensa en cuán propicios eran los tiempos de la antigüedad clásica, cuando las fuentes y los árboles eran manifestaciones de lo divino.