El tetrapartidismo acabará siendo poco útil para los partidos con aspiraciones de gobernar. Para el resto de los españoles, una vez agotado el espejismo de que la cháchara entre cuatro resulta más democrática que entre dos o dos y medio, supondrá una auténtica lata, además de un asunto tan escasamente funcional como manifiestamente desestabilizador. No les quiero decir ya lo que España, como país, obtendrá de beneficioso en todo ello. Los candidatos, por lo general, suelen ser la réplica sobredimensionada de quienes les votan. En este país concretamente el fiel reflejo del común de sus electores: sectarios, contradictorios, poco formados en la democracia, frentistas, ideologizados hasta el punto de descalificar y arremeter contra quienes no piensan como ellos. La política se utiliza como un arma arrojadiza, no como un instrumento con el que se pueden buscar soluciones a los problemas de nuestras existencias. ¿Han visto el famoso debate a cuatro de las televisiones? Si lo han hecho, coincidirán conmigo. La experiencia reciente proyecta un escenario de incomprensión social que está a punto de repetirse. Si hubiéramos sido algo más prácticos no nos habríamos embarcado en esta aventura del imposible de que nuestros políticos se entiendan siendo más y supuestamente distintos. Porque, a fin de cuentas, la pluralidad aquí se reduce a lo mismo de siempre: cuatro partidos pero dos bloques sin mayoría ni ganas de buscarla por medio del diálogo. Más aspirantes, menos posibilidades de entenderse: a esto ha venido a contribuir la muerte del bipartidismo que, al menos, dejaba resuelta la polarización. Pretender matices, soluciones o entendimiento en una España tan orientada en dos direcciones contrapuestas es como pedirle peras al olmo.