Tiene mucho prestigio escribir sobre Borges. Ahora se cumplen treinta años de su muerte y muchos escriben y escriben. A veces se escribe borgianamente sobre Borges. Hay gente que ha dedicado más tiempo a escribir de Borges que a leerlo. Borges es para algunos una patria y para otros una marca de frutos secos. No falta quien la única imagen que tiene del porteño genial es la de un anciano con bastón y ceguera que hablaba un poco rarito. Hay que ver al menos una vez al año la entrevista que le hizo Soler Serrano en 1980. Leer a Borges te cambia. Aún no estoy en edad de releer, pero dicen que releer a Borges supone un goce intelectual de difícil comparación. Hay quien parece que está toda la vida preparándose para leer a Borges y hasta lo anuncia y lo publicita como si se estuviera preparando para la maratón de Nueva York. La semana que viene voy a leer a Borges, te dice. Sin embargo, todo es más fácil. Basta abrir un libro de él y ponerse a leerlo. A Borges se le puede leer debajo de un platanero en agosto o con una cerveza japonesa en primavera; en casa y en el autobús. A cualquier hora tontiloca de la madrugada en la que no se concilie el sueño. Se levanta uno, va a la estantería, coge El Aleph, lo abre por el principio y comienza a leerlo. Yo empecé El jardín de los senderos que se bifurcan en un vagón de metro y a veces siento que aún estoy allí. Que todo ha sido una farsa, una estafa, una engañifa o un matrix. Que yo sigo allí leyendo y leyendo mientras el vagón de metro va solo y da vueltas y vueltas por Madrid sin parar.

«Soy anarquista conservador», le dijo a un periodista de El País en 1982. Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo era el nombre completo de Borges. Este artículo no es, no puede ser, una exhortación a leer a Borges. Él lo dijo: «El verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta el modo imperativo». También dijo que lo mejor es pensar que Dios no acepta sobornos. O que el infierno y el paraíso le parecían desproporcionados porque los actos de los hombres no merecen tanto.

Se cita mucho a Borges, casi tanto como Churchill. Un poco menos que a Wilde. A veces se ponía estupendo y decía una boutade para epatar o copar protagonismo o dejar con las patas colgando a su entrevistador. Borges, no Wilde. Bueno, Wilde, también. Como aquella vez que dijo que la democracia es una abuso de la estadística. Claro que a lo mejor no estaba bromeando. Cuando Héctor Abad (El olvido que seremos) revisa los bolsillos de su padre asesinado encuentra un soneto de Borges. Años después sospecha que puede ser apócrifo e inicia una investigación literario detectivesca muy sugestiva que el que suscribe leyó en chiringuito ruidoso y anti literario. Borges tiene militantes. Sería muy de Cortázar un cuento cuyo protagonista dijera en un café que destesta a Borges e inmediatamente fuera ingresado en manicomio donde todos los médicos tuvieran la cara de Borges.