La política está emborronada. Ni sus definiciones ideológicas ni la labor de su oficio definen con claridad la actitud, el estilo y las formas con las que gestionar con seriedad la gravedad de nuestros problemas y nuestras esperanzas amenazadas. El debate electoral lo dejó claro, y cien más volverían a certificarlo. Nuestros candidatos no convencen a nadie. Su discurso low cost hace tiempo que se nos hizo bola. Enquistados en el permanente descrédito al contrario, en la improvisación, el mercadeo de una gobernabilidad a la contra y en la suficiencia de un visionario desterrado dentro de su propia caausa, de su aura y sus sólo existen en los platós de televisión donde enrocan su auto ficción. Al yo de la política le pierde el maquillaje, el guión bien estudiado, (y no siempre) la correcta interpretación, y un buen reparto de tiempo, planos y publicidad. No ha necesitado la inteligencia ni el olfato de los magnates judíos de Hollywood para entender las claves del éxito y del negocio. Ella, la política, se ha bastado para convertirse en una rentable industria con producciones propias y cabeza de león. Un cercano día premiarán el mejor guión original, la mejor adaptación, al actor de reparto, la revelación del año e incluso la trayectoria profesional. De momento, sus estrellas y empresarios ya acuden a la gala de los Goya con esmoquin y desenfado en el photocall y la alfombra roja.

La política ha dejado de ponernos. Casi nadie es pareja de su seducción, y los que fuimos jóvenes enamorados, amantes descreídos y singles de nuestro destino, no creemos ya en sus armas de conquista ni en sus chantajes del corazón. Sabemos que el poder jerarquiza los partidos, hace de la mentira una estrategia sentimental y un trampantojo de lo real. Estamos cansados igualmente de los relatos mitológicos, de la ideología infiel a sus votos y a sus votantes, de los ciudadanos alzados en rebeldía pero que enseguida ansían el control de la crítica y de las sombras del Estado. No nos queda estómago ni beneficio de la duda para los adoctrinamientos, los populismos, y la incapacidad para reflexionar, decir, explicar y consensuar la verdad y sus incertidumbres. Las del barrio, las del país, las de la Europa que se desmorona y la del mercado global en el que conviven en jungla desigual el tigre de la economía, las utopías de bazares chinos y la derrotada conciencia moral.

El sueño del XIX no ha resistido la prueba del tiempo. De sus cánticos y banderas, de sus batallas y de sus mayos, sólo quedan algunas cajas con pósters, películas VHS y tal vez una piedra del muro berlinés, en el altillo o el sótano de la memoria. También románticas cicatrices que duelen en estos tiempos de artrosis de ideales y de economía platino de cinco hojas. La política está deshabitada de ideas, de coordenadas reales y de fórmulas innovadoras capaces de alcanzar acuerdos concretos y eficaces, ajenos al permanente manoseo del pecado de los pecadores. Todos hablan, arengan y jalean poemas sociales, epistolarios censores, romances de ciego y la summa vitae. Son políglotas de la vanidad, la mentira y la manipulación. Ninguno explica, igual que un buen manual de instrucciones -no made in Taiwan- cómo armar un proyecto de trabajo, de pensamiento, de reformas y derechos que contribuya a revertir el crecimiento de las desigualdades y la corrupción de las instituciones, a achicar la contaminación del poscapitalismo -que ha convertido la político en la marihuana de los lobos financieros- y lograr que la gobernabilidad sea realmente democrática. No hay voluntad de acometer la urgente reforma administrativa del estado y adelgazar el laberinto de la burocracia. Tampoco el anquilosado sistema electoral ni la necesaria independencia judicial.

Aún así, escépticos, aburridos, irritados, desertores y con resaca, necesitamos creer que es posible humanizar la política y que deje de estar permanentemente en obras. En alguna parte tiene que haber personas y mentes (el momento no puede tampoco aplazarse demasiado) decididas a crear y poner en marcha una política que aúne lo ideológico en el equilibrio pluralista, veraz y constructivo en lo económico, en lo social, en lo educativo, y en la cultura de la que ningún partido habla ni fía futuros. Una política que englobe a los estadistas, a los tecnócratas, a los funcionarios, a los economistas, a los filósofos, a los intelectuales, a los creadores, a los ciudadanos de a pie, en el mismo objetivo de lograr una sociedad más justa y en la que las reglas sean para todos.

Es fundamental que la democracia no se entienda solamente como un sistema de la representación política o de equilibrios institucionales, sino también como un sistema de valores que permita rectificar las tendencias hacia una progresiva concentración abusiva del poder y la riqueza en pocas manos. Tenemos que aspirar a códigos de conducta, a un progreso moral y a un bienestar común que no sean sinónimos de fámulo y fealdad. Somos muchos los que estamos de acuerdo con esto. Igual que pensamos que los políticos que ahora nos representan y nos piden nuestra confianza no están capacitados para lograrlo. Su mediocridad, sus maniqueísmos, su autosatisfacción ilimitada, su prometida heroicidad, son la misma máscara desacreditada. Ninguno convence. Ni siquiera los suyos aceptan sus liderazgos sin fisuras, sin traiciones, aunque se empeñan todos en borrar de la foto al que se mueve y en ningunear a los que les precedieron antes en su trabajo. Son un reflejo de lo que somos y tenemos. La traducción pública y el sistema de una sociedad compadrera, envidiosa, embrutecida, peter panerista y excesivamente materializada, incapaz de un diálogo y de un esfuerzo que defina un mundo más honesto y libre, en lugar de este campo de minas en el que seguirán muriendo los mismos.

Tal vez haya que esperar a una ciudadanía multicultural, resultado de la adopción y las corrientes migratorias, de los nuevos conceptos familiares, de los cambios en el mercado laboral y de la dureza de los recortes. A una generación que recordará que sus padres, nuestros hijos, fueron carne de cañón de la precariedad o exiliados en otras sociedades exigentes. El futuro, será la conquista de nuestros nietos, su reto de reconstruir un nuevo paisaje social después de la batalla.

Y mientras ¿qué hacemos nosotros? No es viable dejar plantadas en el altar las urnas de final de mes. Tampoco es consecuente escoger lo malo entre lo menos malo o dejarse llevar por los sueños que sufrirán sin duda duros accidentes en las autopistas de peaje de Europa y los mercados. Y poco esperanzador resulta dejar de nuevo, el futuro, bastante hipotecado ya, a los que niegan el hedor de la corrupción y nos prometen más sucedáneos del trabajo, de la ética y de la dignidad. Ni siquiera es tranquilizador imaginar las posibilidades del kamasutra político que, después de las elecciones, nos prometa variantes de la entrega, de los roles y del goce. Y sin embargo ese juego es el que se nos viene encima, el que nos envolverá como conejillos de indias, haciéndonos creer en unos casos que estamos en la época del último tango y en otros que ha vuelto Emmanuelle en prime time.

También estamos los que soñamos con una política que sea modelo y no copia ni repetición. Una política que dé respuestas sencillas a problemas complejos, con rigor y con pasión.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com