Las zanahorias no sólo son buenas para el bronceado o para optimizar la capacidad de nuestro ojo avizor mediante sus altas dosis en vitamina A. Esta hortaliza tan simpática, venerada por conejos y burros, dio pie a una maliciosa teoría laboral en la era industrial del siglo XIX, cuando Jeremy Bentham, filósofo y economista inglés, padre del concepto del «utilitarismo» de cada acción y decisión, desarrolló el modelo -con la que intentó además ejercer poder sobre líderes latinoamericanos- que propugna que toda acción humana es impulsada por la evitación del dolor y la consecución del placer.

Así, de la misma forma que los asnos se tiran todo el día dando vueltas al molino, motivados por la zanahoria que pende más lejos y que les incita a caminar prometiéndoles un inalcanzable bocado, hasta el final de la jornada cuando su patrón decide premiarle con la ansiada delicatessen; los trabajadores se alzan con la aurora para partirse el lomo y ganarse un jornal que sale bien rentable al gerente, evitando el no como respuesta y dejándose retales de su dignidad por el camino, a fin de que le sigan queriendo en la estructura organizativa.

Los jefes conocen este sistema al dedillo, y sobre todo los malos profesionales -y malas personas- se aprovechan del lado más ruin de esta teoría, con la que juegan a exprimir el sudorcillo de los empleados, como los jockeys que queman a los caballos al demandarle potencia y velocidad hasta la extenuación, a cambio de palmaditas estudiadamente calculadas, que suplan lo máximo posible los incentivos económicos que realmente den de comer a su fiel operario. Pero cuidado, no nos engañemos, pues también sucede lo contrario, existen trabajadores que esconden sus pocas ganas de dar palo al agua tras discursos -en algún caso político- de sospechoso interés.

Entre las buenas noticias que trae bajo el brazo el siglo XXI, la democracia informativa que nos brindan los nuevos soportes de comunicación -muy especialmente internet- y el emprendimiento -aunque este venga a veces promovido para acatar el problema del paro- despiertan nuestra capacidad reflexiva sobre el valor efímero de nuestra existencia y por ende de nuestro preciado tiempo que hasta ahora entregábamos cieguitos de promesas al primero que nos guiñase el ojo y nos pusiera un contrato por delante. El formato «te quiero perrito, pero pan poquito», el matrimonio eterno con la empresa se ha vuelto volátil, y el empleado quemado se atreve cada vez más a hacerle frente, dejando a un lado los patrones sumisos.

La zanahoria seguirá siendo siempre buena para la motivación, pero es hora de parar tantos palos y sentarse a la sombra a disfrutar de nuestras recompensas, día a día y con tranquilidad.