La gran trampa del diablo es hacernos creer que no existe. Lo escribió Baudelaire, en su afinada poética del mal, y las sociedades peripatéticas y devotas como la española, incluso cuando se creyeron descreídas, lo asimilaron hasta la somatización. Vivimos tiempos duales, cercados por poderosas antinomias, en los que el infierno, lejos de ser los otros, es un estado permanente de la conciencia, un desfiladero portátil que uno cultiva secretamente en sus peores augurios y del que se cuida a cada instante intentando hacer pie. El español, como muchos otros europeos meridionales, todo lo lleva para adentro, de ahí, por otra parte, la obsesión expositiva, y si se relaciona con los otros pasionalmente es porque también se conduce ante sí mismo con la misma y burbujeante puñetería; en esta tierra, en el fondo se ama y se odia frente al espejo. Y eso forma parte del encanto romántico, de la invisibilidad del demonio, tragado ya como una oblea, como un patógeno de camarín privado que condiciona y carga los proyectiles de vida en común: queremos que gane nuestro equipo porque no soportamos la victoria del rival, condenamos a los otros porque tememos su desprecio, andamos siempre con paso compulsivo, entre la patología y la enfermedad. En España hasta la moderación se entiende siempre como una variante del exceso; los que son neutros o morigerados en sus planteamientos políticos lo son hasta el fanatismo, avivando histéricamente las brasas del infierno en el lado que da por válidas las opciones de la oposición. Lo vemos en la política y, con más peligro si cabe, en la sociedad, que es un directorio cruel de categorías políticas, donde el binomio evangelizador sustituye en muchos casos al relativismo y a la razón. En España, pese a los avances indudables, son muchos los diablos emboscados con que la superstición anida en la cultura y en la mente individual; se habla mucho, y con justificación, de la herencia del machismo, pero casi siempre ignorando sus consecuencias en los hombres, que también somos víctimas de tantos siglos de hegemonía grotescamente naturalizada, que no natural. La masacre de Orlando es en este sentido el monstruo que engendra un zeitgeist tenazmente presente en la historia del hombre, que no es otro que el miedo a la homosexualidad. A diferencia de las mujeres, el hombre siente vértigo de su propia bestia erótica y una vez casi superado el neoplatonismo, en plena era del porno, continúa alimentando su último tabú. No es que haya obligatoriamente que ser gay, como tampoco punk o de Podemos, pero la puerilización de una sociedad se mide también en su sistema de mecanismos de prohibición, en el veto secreto, en el infierno de uno por uno mismo, plenamente medieval. Según los colectivos LGTB, muchas de las agresiones a homosexuales tienen que ver con estos diablos interiores que no existen, con la incapacidad de aceptarse y, por tanto, de aceptar. Y el remedio, en esto, es del de siempre: ignorar los prejuicios y a sus sacristanes, más y, sobre todo, mejor educación.