El lunes me crucé contigo, militante anónimo. Me he cruzado tantas veces contigo. Recuerdo aquel día que loabas a Celia Villalobos cuando acababa de ganar el PP su octavo diputado andaluz; o aquel en el que vitoreabas a Miguel Ángel Heredia en un acto de campaña callejera; también te he visto en el NH batiendo palmas por Rivera, Albert, y te he visto en la Merced gritando: «Guapo» a Garzón y alzando el puño con las palabras de Teresa Rodríguez.

Eres tú, el militante que el lunes paseaba con su banderita de España enrollada junto a la cerúlea del PP después de escuchar a Rajoy. Todos los militantes son contingentes pero tú, agitabanderita, eres necesario.

Sin militantes de base dispuestos a ser capaces de pegar la chapa a sus amigos incluso en el descanso del partido de la Selección, los políticos no tendrían altavoces mundanos. El militante que es extremadamente proselitista siempre me ha dado la impresión de tener escrito en el espejo de casa algo tipo: «Diré que pienso lo que diga el partido que he de pensar aunque luego piense lo que no diga». De hecho, he visto casos de proselitistas de carnet que han acabado en listas como pago al trabajo bien hecho.

Cuentan que el Big Bang se ocasionó en una discusión entre un militante de un partido conservador y otro neocomunista. ¡Bum!

Lo malo es cuando tu líder por la mañana te dice que es rojo de los de hoz y martillo, a la hora de comer es bolivariano y por la noche te pega un grito al oído diciendo: «¡Yo soy la socialdemocracia!». ¿Cómo te pones tú ahora a cambiar tus referentes para seguir siendo un buen militante? Da igual, a ningún militante le pagan por pensar.