Mientras tranvías llenos de turistas y nativos subían renqueantes las empinadas calles del lisboeta barrio de Alfama, yo las bajaba con cierto alborozo. No solo estaba logrando evitar resbalarme en su gastado empedrado, lo que ya de por sí era motivo de contento, sino que acababa de adquirir una rareza discográfica de música religiosa portuguesa, localizada en una recoleta librería. Descendía lentamente, saboreando el aire decadente que impregnaba el entorno, cuando una pintada en la pared me devolvió de sopetón a la realidad. Era corta y contenía un lapidario ofrecimiento: «VENDE-SE CIVILIZAÇÃO». No necesita traducción.

Desde entonces no hago más que darle vueltas a la frase de marras. La habría escrito, o pintado, alguien, segurísimamente mucho más joven que yo, pero con quien comparto, sin saberlo, una misma preocupación; solo que él la había expresado como retadora proclama, como un pasquín en el que no se fijarían los turistas aborregados, solo preocupados de buscar un restaurante donde oír cantar fados y saborear un plato de bacalao. Pero una pintada que a buen seguro habrá dado que hablar en los cafetines del más señero y antiguo barrio de Lisboa. Una frase que encierra mucha filosofía.

Me asalta la duda de si yo también vendo esta civilización. ¿La vendo, o me la compran? El precio es el mismo en uno y otro caso: un solo voto. Cuando acuda a las urnas no se si estaré vendiéndole a los partidos políticos esta civilización que tan mala deriva ha tomado, pidiéndoles que hagan otra, o si por el contrario me están intentado vender a mí por un solo voto una civilización nueva y distinta, que no alcanzo a ver.

Desde los más exaltados ultramontanos de este país, hasta los más vehementes defensores de los cambios más radicales, pasando por los moderados centristas del ala liberal o de la conservadora, ninguno, absolutamente ningún partido, ofrece una solución global para enderezar la civilización en la que nos desenvolvemos. Al contrario.

Ni los que quieren salirse por la tangente, despiezando una Europa a la que tanto le deben, ni los que pretenden unirse a ella desde una nueva identidad, aportan soluciones a la carencia de ideas. No es extrañar por ello que la asignatura de Filosofía esté llamada a desaparecer de los planes de estudios, según tengo oído. No se buscan soluciones para el futuro de la Humanidad, sino remedios cortoplacistas para nuestro bienestar más inmediato. Así mal puede ser de interés filosofar hacia dónde vamos y de donde partimos.

Nuestros políticos buscan el poder por el poder, no el servicio al hombre, ni procurarle un progreso espiritual del que resulte una mejora social. Para ello no dudan en utilizar artificios telegénicos de toda índole, sabiendo que una sociedad bastante embrutecida se sentará ante el televisor, viendo programas entontecedores, y decidirá sobre su propio futuro a la vista de la imagen más atractiva, o del discurso más demagógico o de la descalificación más ingeniosa del político que aparezca, haciendo abstracción del contenido de los programas que ofrecen.

Unos programas que algunos, sabedores de la casi nula lectura que tienen, los ofrecen a sus escasísimos lectores envueltos como si de un regalo se tratara. Este es el valor que le otorgan al proyecto de sistema de vida de millones de personas durante cuatro años. Lo más honesto de tan jocosa presentación es reconocer que el paquete carece de valor. Por eso lo venden por un voto simple, indocumentado las más de las veces.

Sin haber leído si en esta vuelta hay novedades respecto de la primera convocatoria, no creo, un tanto desengañado como estoy de la farsa, que ningún programa de gobierno contemple el respeto a los auténticos maestros y profesores, enseñantes que conforman el futuro individual de cada alumno. Tampoco se hablará seguramente de los ancianos, que siempre han sido los guardianes de la sabiduría, y ahora son contemplados como un estorbo improductivo. Todo lo más, como acreedores de una asistencia domiciliaria que, con suerte, llega «in articulo mortis».

¿Acaso diseña alguno de los programas una estrategia que ponga remedio a la sofisticada tercera guerra mundial, en la que -al decir del Papa- nos encontramos inmersos? ¿Obligarán a las grandes potencias a que respeten los acuerdos firmados para preservar el medio ambiente? ¿Proponen lograr un concierto de las naciones para erradicar el hambre, la miseria o fomentar la aplicación obligatoria de la Justicia Internacional a todos los países? ¿Cumplirán los tratados sobre derechos humanos de los que tanto nos ufanamos, o seguiremos viendo parias por doquier, incluso en el primer mundo?

Decididamente, pongo esta civilización en venta, sabiendo que nadie me comprará lo que ofrezco por una cuadragésima millonésima parte de su valor: un voto.

*Davó es el expresidente del Consejo de la Abogacía Europea