Roto en mil pedazos. El espejo prodigioso en el que nos mirábamos tantos europeos y tantos habitantes de este planeta en el que vivimos. Como este modesto anglófilo de toda la vida. Mi primer viaje a Inglaterra fue cuando un servidor de ustedes había cumplido ya los 23 años y el idioma inglés ya se había convertido en mi robusto segundo idioma. Admito que me sentí desde muy joven fascinado por aquella Inglaterra que todavía no conocía. Siempre civilizada y amable, madre de otras grandes naciones, como los Estados Unidos, Canadá, Australia o Nueva Zelanda. Usé a diario el hermoso idioma que se había forjado a lo largo de los siglos en aquellas brumosas islas. Llegué a leer más en inglés que en mi amado castellano. Algo inevitable. Los prebostes de la dictadura que en aquellos aquellos tiempos nos gobernaban en España nos habían prohibido la lectura de libros imprescindibles. El poder leerlos en inglés fue siempre una emocionante aventura. Y un inmenso y secreto

privilegio. Pues bastaba la llave amiga de aquel idioma, para entrar en un mundo de libertad e inteligencia, siempre deseable. Y por si fuera poco, con 16 años entré a trabajar en el Castillo del Inglés de Torremolinos, el mágico Hotel Santa Clara. Aquel pequeño reino junto al mar que hizo posible el comandante George Langworthy. Aquel caballero británico que tanto amó a España y que plantó en 1930 las simientes de lo que unos años después se convertiría en la espléndida Costa del Sol malagueña.

Tampoco nos vino mal entonces el ejemplo de la entereza moral de aquellos pueblos de habla inglesa, según nos contaba Sir Winston Churchill en un libro perfecto que encontré en la biblioteca del Santa Clara. Aquellas grandes naciones que no hacía mucho habían derrotado al fascismo en una dura guerra global. Quizás muchos jóvenes europeos ignoran que casi la totalidad del mapa político de Europa y Asia llevó entonces los colores fascistas. Y que Inglaterra estuvo al principio muy sola.

En todo esto he pensado durante estos últimos meses, dominados por "la paranoia retórica de los Brexiters", según John Carlin. He pensado con pesadumbre en los errores y el oportunismo culpable de muy eminentes políticos conservadores. Como inicialmente le ocurrió a David Cameron y a demasiados de sus "confrères" de la ya no tan civilizada derecha de Inglaterra. Hasta el final muchos de ellos han estado inmersos en las políticas del egoísmo, en la mentira y en la mediocridad intelectual. En los antípodas morales de la ejemplar campaña de Margaret Thatcher y los conservadores de 1975. En aquel referéndum la férrea dama consiguió entonces que dos tercios de los votantes británicos optaran por la integración en la Comunidad Económica Europea. Aquella mayoría fue buena para el pueblo británico. Y sobre todo fue buena para nosotros los europeos. Acaba de ser durísimo el Economist con el líder laborista actual y jefe de la oposición, Jeremy Corbyn. El saboteador. Así lo ha calificado el prestigioso semanario, ya convertido en faro de la resistencia al populismo y a probables cosas mucho peores, aún por venir. Las actuaciones de Corbyn no serán olvidadas. Ni perdonadas. No en vano ha pasado los últimos meses aguando la gasolina de los motores del Partido Laborista, mayoritariamente comprometido con la permanencia del Reino Unido en la UE. Como tampoco serán perdonadas ni olvidadas las envenenadas medias verdades y la malévola estupidez de tantos conservadores, ya abanderados de unos inquietantes nuevos tiempos.

Serán días muy duros para Europa y los europeos, tantas veces condenados a vivir las tragedias de la historia. Aun así, hasta el final de mis días seguiré amando a aquella maravillosa Inglaterra que ha muerto, dolorosamente dividida y en muchos sentidos ya empequeñecida.