Mariano Rajoy -está muy extendido- pisó un corcho antes de salir al balcón de la sede de Génova la noche del domingo para festejar la victoria en medio de un caos retórico más propio de los «principiantes» que derrotó en las urnas. No se le puede reprochar la felicidad: incluso tiene motivos personales para descorchar una botella de vino tras otra. En primer lugar sale muy reforzado: ha ganado más elecciones, tres consecutivas, que José María Aznar, que lo designó su sucesor y no sabe en estos momentos cómo deshacerse de él. Segundo, los votos le han sido más favorables que hace seis meses teniendo en cuenta el desgaste y la corrupción que aflige a su partido que, pese a todo ello, se coloca 52 escaños por delante del inmediato seguidor que sólo pudo ganar las elecciones de la izquierda. Por último, su dominio de los tiempos, basado en una ausencia de plétora muy peculiar, está a punto, además, de crear tendencia: el dontancredismo resulta, como se ha podido comprobar y a juicio de los votantes, una forma más conveniente de hacer política en tiempos difíciles que el aventurerismo de algunos de sus adversarios. Puede estar razonablemente contento Mariano Rajoy.

¿Le obligaba, sin embargo, todo ese cúmulo de satisfacción a mostrarse incapaz de dirigir, no ya un discurso, sino cuatro frases hilvanadas a quienes le coreaban debajo de la sede popular y al resto de los españoles? ¿A derrochar tanto triunfalismo por una victoria inesperada por su amplitud pero precaria para poder gobernar como se probará en lo sucesivo? No era una mayoría absoluta la conseguida por el PP, de modo que seguramente tampoco había razones para botar de esa manera por los 7,8 millones de votos. Confesó que se enfrentaba al discurso más difícil de su vida, pero de su boca no salió apenas una palabra inteligible más que su reclamación del derecho a gobernar, presumiblemente porque no tenía ninguna preparada. Las fiestas improvisadas son así.

Pablo Iglesias, en cambio, traicionado por las encuestas, ofreció un funeral de tercera. Se mostró cicatero con el ganador y dio paso a las preguntas sin ofrecer otra acreditación que la derrota y el desprecio, ni siquiera cuando se percató de ello supo poner el énfasis adecuado en el éxito que supone para una formación como la suya los 71 escaños obtenidos. Obnubilado por la esperanza del sorpasso, Iglesias se hundió en el abatimiento. Del mismo modo que a Rajoy le sorprendió la victoria, a él le abrumó la vana expectativa.