Concluidas las votaciones, contemplo los carteles de la campaña electoral. El calor ha resecado el pegamento y las esquinas se retuercen como si quisieran plegarse. Tan solo han pasado unos días y ya parecen pasados de moda. Una cosa en ellos permanece intacta. La sonrisa. Es una expresión llana, pretendidamente sincera. Sonrisas tolerantes, sonrisas conciliadoras. Sonrisas para todos los públicos. Me gusta contemplar los carteles colgando de las farolas, a merced del viento electoral que los ha barrido hacia un lado o hacia otro. Encerrados tras un panel, los políticos allí fotografiados, siguen sonriendo ajenos al escrutinio.

Caras muy distintas en la mañana posterior a la noche electoral. Rostros desfigurados por el cansancio y la frustración. Sorprendidos por no reconocerse tras una batalla en la que se han dejado un puñado de promesas y demasiado voluntarismo. El resultado provoca estría en sus rostros. Estira las curvas hasta cubicar el gesto. Permanece el tono conciliador y victorioso de la campaña, pero la sonrisa de la foto ha desaparecido. En su lugar, como el bastidor de un deteriorado escenario, la dentadura procura sostener la inclinación de los labios.

Las horas asientan las posiciones. Los rostros vuelven a aposentarse en la inmovilidad y la intransigencia. Caras severas, rectangulares y opacas. Verdaderos frontones donde rebota la indignación del pueblo que ha confiado en su sonrisa. No se discuten proyectos ni ideas, ni siquiera sillas en las que reposar las intenciones. Lo que importa es imponerse. Procurarse un pedestal donde la férrea voluntad por no ceder ni en una coma del texto, les haga suponer que sus votantes ondean banderas de gloria a sus pies.

La política que debe regir el funcionamiento de un país no está en los titulares de una ley, sino en los capítulos, en los párrafos, en las palabras, en los puntos y en las comas. Es ahí donde se debe deslizar la escuadra y el cartabón de un programa político. Delinear estructuras sobre las que construir leyes donde estemos representados todos. El empecinamiento por elegir el color de los sillones del hemiciclo no interesa al ciudadano. Los tronos son quimeras de antiguos reyes feudales. La gente ya no sueña con frágiles castillos, sino con la forma de superar los meses que los políticos malgastan cruzados de brazos. Es indiferente el nombre del gobierno con tal de que gobierne con el peso de la ciudadanía. Con ese preciso equilibrio que ha dictado la voluntad democrática.

He arrancado cuatro carteles de un expositor público. Uno por cada partido. No creo que les importe ahora que la cola seca acartona la imagen. He recortado los eslóganes y logotipos. He pegado sus rostros en una pared de mi casa. Uno al lado del otro. Bien pegados y solos. Resulta divertido contemplarlos desnudos de consignas. Todos ellos con una sonrisa idéntica, comunitaria. Luego, he colocado sobre cada uno de ellos el nombre de un partido que no era el suyo. El resultado ha sido sorprendente. Ninguno ha modificado la sonrisa. La postura seguía siendo la misma. Yo, sin embargo, he comenzado a dudar. Por un momento he creído que aquellos individuos eran verdaderos políticos sentados a una mesa de negociación. Mi mujer me ha sacado de dudas cuando ha comenzado a arrancar los carteles de la pared. Los trozos de cartón se han ido cayendo uno tras otro al compás de la reprimenda de mi señora.