Hay palabras que no merecen ser salvadas. Nunca me buscaré a mi mismo en su significado. En su nombre no libraré batallas ni exigiré patrias heredadas en el idioma de la sangre. Racismo es una de las que considero más ciegas, inútiles y extraviadas. Aunque también sé que su corazón semántico es una seria amenaza. Un término combustible que teje su mecha con el miedo atávico que suele emborronar la educación, la mirada y la tolerancia. Su chispa es más inflamable alrededor del despotismo económico que empobrece la vida de lo cotidiano y convierte en codicia la inseguridad de las esperanzas. Acaba de suceder en Inglaterra donde el voluntario exilio interior del Brexit ha transformado el racismo mascullado en privado en un grito violento y público que amedranta, afrenta y enturbia el ejemplo capital de la convivencia cosmopolita y de moderna identidad cultural.

Un informe policial ha confirmado que en la semana después del Brexit se han registrado un 57% más de abusos xenófobos. Su insurrección no encuentra demasiado rechazo entre el 48, 1% de ciudadanos que no decidieron en contra de la cultura de Babel de un país con más de 300 idiomas. Lo atestiguan las imágenes de acoso en un transporte público a un inmigrante con más años de londinense que sus atacantes, mientras los viajeros se escondían dentro de la paz nociva del silencio o en su reflejo fugitivo en las ventanillas. Se necesitó que un disparo de cerveza insultase accidentalmente a un pasajero ajeno para que tomasen voz contra los agresores. No sé que hubiese sucedido si en lugar de jóvenes fuesen neonazis con puños de hierro o simplemente verbo con tamaño de armario. También ignoro si en las otras 84 infracciones registradas en todo el país, las salpicaduras involuntarias del racismo provocaron gestos de defensa de los propietarios del restaurante español Donde Tapas de Lewisham o del Centro de cultura polaca de Hammersmith, al sur y el oeste de Londres respectivamente, acosados a golpe de grafiti Go Home y contundente nocturnidad de cristales rotos. Lo desconozco igualmente en el caso del Instituto español Vicente Cañada, en Notting Hill y con el 85% de los alumnos españoles, estigmatizado en su verja con la pintada «Manada de extranjeros», y que denunció su directora María Isabel Martínez López el mismo día del referéndum.

No confío apenas en la rebeldía solidaria contra la indefensión. La gente hace tiempo que se acomodó como pasivos espectadores de paso o con invidencia temporal. Hace pocos días en mi ciudad sólo dos personas, en una zona de mucho tránsito, reaccionamos a la petición de una mujer cuyo marido de edad se quejaba en el suelo manchado de dolor. Es fácil imaginar el comportamiento de la mayoría frente la crueldad despótica del racismo en estos tiempos que padecen el alzhéimer del valor. Y también el del multiculturalismo que ha dado a Reino Unido los brillantes nombres de dramaturgos y novelistas como Tom Stoppar, V.S. Naipul, Kureishi, Zadie Smith o Helen Oyeyemi.

El aire acondicionado de Europa no funciona contra la presión asfixiante de la inmigración. Tampoco enfría el calentamiento global de la pobreza y de la pérdida de derechos sociales. El Reino Unido registró el pasado año una migración de 333.000 personas. La mitad eran ciudadanos de la Unión Europea. Un 40% lo hizo en busca de trabajo. Al otro 60% le esperaba un contrato. Este panorama provoca el fácil despliegue de la telaraña de fracasos, miedos, frustraciones, ambiciones y rencores que se transforman en votos enardecidos que culpabilizan a los extranjeros de la falta de trabajo y viviendas sociales, y del empeoramiento de la sanidad y la educación. El líder populista Nigel Farage del UKIP, corazón del Brexit, no explicó en cambio que el Servicio Nacional de Salud Británico lo sostienen en gran parte más de 37.000 médicos de otros países de la UE y un elevado porcentaje de europeos que desempeñan otras funciones dentro del NHS.

Es antiguo el odio. El viejo diablo lo cocinó y con la xenofobia cultural, económica, y religiosa tatuó de crímenes la Historia. Nada hemos aprendido de sus cicatrices. En Francia, Marine Le Pen estuvo cerca del éxito en las pasadas generales; en Austria, la ultraderecha ha conseguido que se repitan las elecciones y apuntan con grandes posibilidades a la presidencia; en Reino Unido el UKIP obtuvo cuatro millones de votos (de entre 30 millones) y en España la derecha sube a pesar de ser un Dorian Grey cuya corrupción no se esconde ya en un armario con doble llave B. Nuestro futuro reside en el problema fundamental de la elección: el enroque en la tradición donde se refugian la incertidumbre y el miedo, sobre todo el de los pobres -los ricos lo hacen en paraísos fiscales-, o el avance hacia la conformación de una nueva identidad europea. Y por supuesto, de una política que sea capaz de mestizar economía y cultura, solidaridad y esfuerzo. En el campo de batalla entre ambas opciones el enquistado problema de un proyecto europeo que no ilusiona a casi nadie, menos aún a la clase media desmotivada y víctima directa de los eurócratas de Bruselas, y por otra parte el crecimiento del racismo diferencialista. El historiador Thomas Laqueur lo define bien: «el otro es bueno, pero en su nicho cultural, en una lejanía que garantiza la incontaminación». Lo cual explica la existencia de comunidades segregadas entre sí, y el germen de desafecto hacia ellos por parte de la población nativa, como ocurre en Londres y en otras grandes capitales europeas.

Nadie acierta a presagiar oráculos. La lógica no rige los gobiernos. El Parlamento inglés anda con vértigo entre administrar una leve desconexión que garantice el intercambio económico y la salvaguarda de los más de 100.000 ciudadanos españoles que viven en Reino Unido y de los más de 250.000 británicos que lo hacen España; la actitud antes los 4 millones de súbditos que han pedido repetir el referéndum, entendido como castigo al gobierno más que como un independece day, y la conveniencia de adelantar las elecciones con la esperanza de que las gane un partido con un programa claramente europeísta. Cualquier decisión supone una peligrosa quiebra entre el rigor intelectual de la democracia parlamentaria y el auge de la democracia directa que ha propiciado el Brexit. Tampoco los mercados manejan una deriva exacta.

Las finanzas son corsarias y no responden a otra bandera que no sea la del capital. Puede que la economía del Reino Unido prospere con una libra liberada, que el independentismo contagie a Escocia y a otros países con nacionalismos efervescentes, y de ese modo Europa se balcanice. Sin olvidar que en el fondo de este seísmo, provocado por la colonización inmigrante, el peso que la mayoritaria comunidad musulmana pueda desempeñar en poco tiempo en el mapa de bonanza en llama del siglo XXI.

Vivimos unos difíciles tiempos de cambio a la orilla del fuego y de la niebla de la vida que diría Unamuno. Ante este futuro incierto rechazo el racismo y la división de cualquier clase. En mi identidad cualquier cultura cabe entera en el sueño de mis manos sobre el mapa de un papel en blanco, sobre la fruta de una piel que responda al tacto de los adjetivos y de los verbos transitivos.

Espero que haya muchos dispuestos también a defender que, frente a las exigencias de laberintos con númerus clausus, la vida esté abierta a los mundos del mundo.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es