El amor está sobrevalorado. Aunque es un invento relativamente reciente, de apenas unos cientos de años (lo que había antes, y que ahora denominamos con el mismo nombre, era otra cosa que aquí no podremos analizar), se ha impuesto con tanta contundencia en los hábitos sociales y emocionales de la gente que parece que ya no podemos pasarnos sin él. El amor es una especie de valor refugio, como el dólar o el oro en la economía, en el que tenemos que invertir nuestros ahorros si no queremos acabar en la ruina (pasto de los psicólogos, por tanto, de las pastillas, del suicidio y de tantas cosas más) y al que los otros valores, por su parte, acuden cuando entran en crisis. Esto explica la presencia abrumadora del amor, y de las historias que genera (en el cine, en la literatura, en la prensa, en las charlas de café, en la discografía, en la industria del entretenimiento), en cualquier ámbito de la vida cotidiana y lo serio que nos ponemos cuando detona una de sus bombas (Cupido se ha visto en la necesidad de actualizarse guardando en el desván sus anacrónicas y cursis flechas y usando armamento más contundente) en nuestros corazones.

Pero el amor no es para tanto. No, al menos, el amor pasión petrarquista, trovadoresco o romántico del que procede el nuestro y al que seguimos rindiendo, de una manera u otra, pleitesía. El amor está muy bien, y es incluso recomendable como tónico existencial y por ser un estimulante de amplio espectro, cuando se usa en su justa medida: para colorear sentimientos, para experimentar placer, para establecer relaciones lúdicas con otra persona, para aprender los usos beneficiosos del cuerpo, para iluminar el lenguaje, para darle una pátina de brillo a los ojos y a la piel, para encender la imaginación, para practicar idiomas, para recordar la hermandad esencial y universal que tenemos todos con todo, para procrear, etc. El amor le sienta muy bien a estos y otros asuntos (que son profanos o religiosos y superficiales o profundos dependiendo de la complejidad del mapa cognitivo-cultural de cada uno), pero de ahí a constituirse, como hemos hecho al menos en occidente durante los últimos siglos, en el centro o en el fin de todo hay un trecho enorme, una gigantesca tierra de nadie (y de nada) repleta de víctimas de distinta consideración.

El amor es un bobo que se cree muy listo o, mejor, un bobo al que le otorgamos el crédito reservado a los inteligentes y a la inteligencia. El amor balbucea inanidades que sometemos a exégesis y a desarrollos narrativos y filosóficos para dotarlas del aura que no poseen (y que necesitan para seguir comprando nuestras almas a precio de saldo). El amor convoca uniones eternas que duran muy poco sin que en esa cruel paradoja lleguemos a ver casi nunca su falta de solidez o su fracaso estructural y sí, en cambio, culpables o destrozados como nos sentimos, nuestros errores, nuestra inmadurez o nuestro (auto)engaño. El amor lleva a maltratar, a matar, precisamente porque lo confundimos con otras cosas (la posesión, la soledad o la necesidad de afecto, por ejemplo) y le torturamos (y nos torturamos) para forzarle a ser esas otras cosas, que es como enfadarse con un balón por no abrir la cerradura de una puerta o como hacer estallar una bombilla por no saber cantar arias de Verdi.

El demasiado amor hace demasiado daño. ¿Es que no lo hemos padecido todos hasta la saciedad? Pues basta ya de hacerle el eje de nuestras biografías, la columna vertebral de nuestros proyectos.