El otro día me pareció ver de lejos a un admirado escritor y me dio por seguirlo. He visto muchos escritores de cerca, pero nunca he seguido a ninguno. De hecho, una vez vi a uno famoso por su singular destreza a la hora de introducir finales sorprendentes pero me dio reparo seguirlo, temeroso de que el final inesperado me envolviera a mí y acabara en una cuneta, con una manzana en la boca o casado con una mujer fatal. El caso es que el escritor comenzó de repente a andar más rápido. Sus andares eran un poco como su prosa, que fluía ligera y rápida. Como si saliera de su cuerpo a borbotones. Una vez Delibes dijo de Umbral que escribía como meaba. Y para qué dijo nada... Era un elogio, pero Umbral se lo tomó muy a mal y ya no paró de echar pestes de Delibes, que lo había protegido mucho y hasta le había dado columnas alimenticias aquí y allá. No nos perdamos en meandros. Mi admirado escritor pasó por una tienda de adjetivos donde se exhibían unos cuantos muy vistosos en el escaparate. Había incluso alguno, como «inveterado», que estaba de oferta. Dos por uno. No sé para qué quiere alguien dos «inveterados», pero bueno...

Me dije para mis adentros: aquí se va a parar. Pero no. Debe ser que tenía adjetivos suficientes. No lo parecía. Cuando uno está sobrado de adjetivos se pone un poco cargado de espaldas, incluso chepudo y hasta se dan casos de ensanchamiento de cuello. El admirado escritor enfiló una calle populosa pudiendo haber escogido en el cruce anterior otra mucho más tranquila. Barrunté que se había dado cuenta de que lo seguía y que su intención era que lo perdiera de vista. Qué tontería. Yo soy inofensivo. En realidad, ni siquiera sabía qué haría si lo alcanzase. Tal vez nada. Quizás únicamente comprobar que era real y de carne y hueso. Pero sin tocarlo. Hay escritores que los tocas y se convierten en polvo. A otros los tocas en una crítica y te retan a duelo. A otros los tocas en un duelo y te retan ellos a ti en una crítica. A mí me pasó una vez. Un crítico que me tenía manía destrozó mi libro de poemas en el suplemento literario de un periódico muy influyente. Tardé mucho en reponerme. Sobre todo del susto de saber que yo tenía un libro de poemas, de lo cual no me había enterado. Desde ese día algunos me llaman el poeta. Incluso una vez una chica me siguió por la calle, me di cuenta y enfilé una calle populosa sin pararme en ningún escaparate hasta que me dio alcance, me miró, me tocó el brazo y se marchó rápido. Tal vez esa chica era crítica literaria. Mi admirado escritor continuaba andando. Yo carecía de argumentos para continuar siguiéndolo. Debió leerme el pensamiento. Se giró hacia mí, espero a que estuviera cerca y me gritó: eso mismo me pasa, que no tengo un argumento. Así que... no me des motivos.