El insulto es patrimonio del hombre. Nace con el lenguaje y se hace adulto con la caligrafía. Desde entonces ha afilado sus aristas para hacerse hueco en las entrañas del difamado. Con frecuencia duele más que una cornada. Su herida, lejos de cicatrizar, crea una úlcera de odio y venganza a su alrededor difícil de sanar.

Al amparo de la oscuridad de la Antigua Roma, los enemigos de Julio César grafiteaban los muros de los palacetes con comentarios soeces que humillaban al cónsul y a su amante Servilia. La libertad de expresión de aquellos grafiteros se pagaba con la muerte. Eso ocurría siempre que los cogieran con las manos en la brocha. Hasta entonces, la pena recaía sobre un inocente esclavo que debía borrar con agua y empeño aquella ignominia.

Para alzarse en el gobierno, los nazis se valieron del infalible poder del insulto para calentar a las masas. Comenzaron siendo pintadas que apuñalaban indefensos escaparates de comercios judíos. Una muestra de la libertad de expresión de jóvenes hipnotizados por la danza de una Alemania prometida. La población contemplaba cómplice aquel atropello restando importancia a las palabras. Luego vinieron los ladrillos, los saqueos, las violaciones, la muerte, el holocausto.

Los muros del siglo XXI tienen el grosor de la pantalla de un móvil. Las pintadas caben en ciento cuarenta caracteres. Al alcance de cualquier usuario del lenguaje, incluso del lenguaje con faltas de ortografía. Todo vale. Los más sabios comentarios y los insultos más degradantes. Un enorme muro virtual al que se asoman millones de ojos. Los mensajes ya no son escogidos por su valor. Los más ingeniosos conviven con lugares comunes; los más groseros con los inteligentes; los más enriquecedores con infamias.

Osados autores demuestran impudor ante su ausencia de estilo y originalidad, su ignorancia, su crueldad, su absoluta falta de respeto. Desde un cantante de rap hasta un defcon macarra, desde un concejal hasta un antitaurino profesor de primaria. No hay fronteras. La libertad de expresión es un enorme campo donde crece la hierbabuena y la mala hierba. La única manera de acotar el terreno es con la educación, un abono que se viene echando en falta en las últimas décadas.

La infamia brota sobre la ignorancia. Cuanto mayor es la falta de criterio, más proclive se es a la calumnia, y más tentador el insulto. La batalla no está en las leyes ni en las cárceles como algunos pretenden. Ni mucho menos en recortar libertades. La condena más absoluta es el ridículo y el desprecio. Para ello es preciso desviar la atención hacia el otro lado del muro. Hacia esos millones de ojos que asisten expectantes e indolentes al linchamiento. Un pueblo educado y respetuoso, amante de las buenas maneras, instruido y cultivado en el conocimiento no permite la ascensión de falsos ídolos ni soporta la bajeza en los textos.

La falta de exigencia ha envalentonado a los mediocres, pero la mayoría de las veces falta criterio en la ciudadanía para reconocerlos. No existen cárceles para las palabras. Son las palabras las que se rechazan a sí mismas. Tan solo hay que encontrar el mejor modo de argumentarlas. Estaría tentado de pergeñar algunas barbaridades para esos irresponsables, pero mi exigencia me frena. No quiero darles esa pobre satisfacción. La cultura ocupa más de ciento cuarenta caracteres.