Puede que, como decía Miguel Hernández, el toro haya nacido «para el luto y el dolor», y no para la paz de la dehesa, de la hembra y de la hierba; y puede que su destino sea una muerte dolorosa y en desigual pelea en un cráter de arena y sol, y no de viejo, echado al pie de una encina, la boca abierta al calor y no a la sangre; y puede que no pueda impedir que le señalen un duelo con una sombra, que lo cieguen de ira y de dolor y lo maten con una espada, como a un rey de tragedia antigua.

Pero sin duda, para lo que no ha nacido el toro bravo es para el yugo y el arado, para arrastrar la pezuña hundida en el seco terrón y tener la espalda rota de abrir el surco; ni tampoco para la mansa espera en el establo, comiendo el pienso amargo de los condenados, con la muerte rondándole la testuz como las moscas voraces de aquel poema de Machado.

Y tampoco nació para mirar la luna lunera y embestir su reflejo en el río mientras se baña, cancionero apócrifo y cursi de lirismo desvelado y antiguo, que huele a cerrado y a mentira de poeta malo; ni para ser el señor del campo, el rey de la majada, el cacique del territorio que media entre los algarrobos y el arroyo, porque el hombre aspira a poseerlo todo y no admite jamás la competencia.

Y no nació el toro bravo para otear desde la loma la piel del país, perfil altivo, totémico, idealización de un pueblo que siempre dijo preferir la muerte en la pelea que el sacrificado en el matadero, pero que no siempre hace lo que dice que hará ni cree en lo que dice creer, y así suele irle.

El toro bravo en España es una contradicción zaína que divide el alma de los españoles, tan dispuestos siempre a partirse en dos mitades, a arremeter unos contra otros. Están los que veneran su muerte y los que defienden su vida, los que pagan por verlo morir y los que lo quieren vivo a toda costa, incluso a costa del torero.

Y al final de todo este despropósito hemos acabado comprobando que, sea cual sea la parte en la que nos colocamos, el bando que elegimos, se termina estando a favor de una muerte, vitoreando un dolor ajeno que no nos toca de verdad, que no es nuestro, y que por eso jaleamos, siempre con nuestra piedra en la mano.