El verano es siempre el recuerdo de los veranos de la adolescencia. Los de éste que escribe transcurrieron en los 80, al borde de una piscina con forma de guitarra junto al paseo marítimo de Los Boliches. A ellos debo mi manejo de la lengua inglesa: aquellos apartamentos eran un experimento social fascinante, donde la mitad de los inquilinos eran españoles y la otra mitad extranjeros. Allí había un supermercado con un surtido inverosímil de chocolatinas, patatas fritas de sabores excéntricos y latas de alubias Heinz para desayunar, todo acorde al paladar foráneo. Existía un pub donde los ingleses trasegaban cerveza a media tarde mientras seguían a su equipo de fútbol por la tele, enfundados en bañadores con la Union Jack por librea; en él resultaba patente la diferente aceptación social británica de la intoxicación etílica a plena luz del día. Sobre el césped de aquella urbanización pude ensayar una taxonomía del guiri en el incipiente grupo de amigos al que me uní: el dublinés David, con quien las charlas eran interminables; Elsa, la sonriente chica de Belfast; Claire, la pelirroja pecosa de Yorkshire; y Colin, hijo de un pastor protestante de Glasgow. Eran los años de plomo del IRA y aprendí que había ciertos temas que no debían tocarse para no suscitar polémicas; descubrí la indignación con la que un irlandés percibe a unos españoles cantando Sunday Bloody Sunday en tono festivo, ignorantes de su significado. Todavía hoy me sigue sorprendiendo cuán fiel era cada uno de ellos a su respectivo estereotipo territorial; me pregunto qué habrá sido de ellos, y qué habrán votado en el referéndum para la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea la norirlandesa, el escocés y la inglesa. Tengo que escribir a David para comentar el Brexit. Con él sí mantengo una gran amistad. La Costa del Sol, fenómeno nunca lo bastante ponderado.