Mis suegros y mi mujer son antequeranos, así que, si quiero evitar noches de sofá y pretendo seguir comiendo porra los domingos, debo escribir estas líneas sobre el nombramiento de los Dólmenes como Patrimonio Histórico de la Humanidad. Antequera bien vale una porra fresquita y una cálida almohada.

He de reconocer que para un granadino como yo, criado a los pies de la grandiosa Alhambra, siempre ha sido difícil entender el concepto de los Dólmenes. Unas excavaciones rodeadas de inmensas piedras de las que exteriormente sólo se divisan unos pequeños montículos, pero fue en una visita, no hace más de un año, cuando entré a conocerlos y descubrí la taumaturgia de unos sepulcros erigidos por primera vez en la Historia sobre puntos cardinales ajenos al cielo (Menga y Romeral), excepto uno (Viera).

Antequera es muchas cosas: el epicentro de Andalucía, la ciudad del Efebo, la tierra del Torcal, el obrador del mollete y el bienmesabe, donde los enamorados se despeñan, la fuente del patrimonio cultural religioso, cuna de escritores y escultores, allí por donde según el refranero sale el sol, la pasión de correr las vegas y un largo etcétera que, tristemente, es desconocido para el común de los mortales por una simple razón, los antequeranos son tan suyos que casi ni se pertenecen. Me explico, el antequerano que ejerce de antequerano llevará su tierra por bandera (antequeranear, verbo que acuñó el cronista Don Francisco Sánchez Sánchez), se le llenará la boca con sus bondades, pero por algún extraño motivo recelará del turismo en masa o de las inversiones que conlleven la apertura hacia los demás, pues Antequera es una novia serena y caprichosa que no le da su secreto al primero que pasa, como debe ser.

Ahora la Unesco ha atendido la ansiada petición y ha reconocido que aquellas estructuras megalíticas construidas hace 6.000 años son dignas del mayor de los honores patrimoniales, el de pertenecer a toda la humanidad, como ya ocurriera en su día con la Catedral de Aquisgrán, el Palacio de Versalles, el centro histórico de Florencia o el Gran Cañón del Colorado. Sesenta siglos después han tenido que venir las sombras y las cenizas de los arquitectos de los dólmenes para que Antequera comparta su propiedad y su legado, algo justo y necesario a la vista de la magia del lugar.

Hablando de piedras, los guiris te calzan el Stonehenge en todas las películas medievales, se organizan visitas sólo para verlo de lejos, son legendarios los misterios sobre su construcción, y todos los años ingresan por ello millones de euros en pegatinas, imanes y demás parafernalia y mercadotecnia. Así también ocurre con iglesias italianas, gastronomía francesa o parajes islandeses. Y España, que es mucho más que sol y playa, se achica y se acompleja ante lo foráneo. Por eso es tan buena noticia que los Dólmenes sean Patrimonio Histórico de la Humanidad, primero por su propio merecimiento, y segundo porque, con su designación, Antequera, Málaga y Andalucía ganan un motivo para enorgullecerse aún más de su idiosincrasia.

No digo yo que el alcalde vaya a contactar con Nintendo para que la empresa de videojuegos coloque al Pokemon más valorado dentro de un dolmen, pero Antequera tiene ahora una responsabilidad, una deuda por pagar con quienes aún no tienen la suerte de saber que están enamorados de esa ciudad, porque les cuento una cosa, no se puede desear lo que no se conoce.

Ya lo tienen, ahora grítenlo a los cuatro vientos, como cuando Ava Gardner descubrió a Luis Miguel Dominguín subiéndose la bragueta apresuradamente tras una tórrida noche de pasión: Dónde vas, preguntó ella. A contarlo, contestó él.

Y es que las cosas buenas, los hitos históricos, las auténticas hazañas deben ser narradas, compartidas, o de lo contrario no serán más que eso, bellos secretos que morirán con sus guardianes. La humanidad se ha pronunciado, Antequera lo ha conseguido. Ahora hagan que merezca la pena: los futuros visitantes lo agradecerán, el esfuerzo de quienes habitaron los dólmenes lo necesita, y la memoria de los que defendieron la cultura de esa hermosa ciudad lo merece.

Todo lo demás es injusto e innecesario.