Uno sale de casa y un pelotón de turistas en bicicleta (cuadro verde, banderín ondulando en la parte trasera, timbres rojo sangre) le arroya. Aplastado contra su portal, aún tiene que aguantar la cara enfurecida de varios de ellos, sin importarles que la calle por la que transitan sea peatonal, porque por culpa de la intromisión del autóctono han estado a punto de perder la rueda de sus congéneres. Uno, entonces, todavía con el susto en el cuerpo, se dirige al mercado a realizar sus compras cotidianas y, mientras aguarda su turno en la pescadería, siente de pronto cómo otro turista, desgajado unos metros de su correspondiente horda, le aparta a codazos sin miramientos para hacerle una foto a la cabeza de un rodaballo que posa impertérrito junto a una red de langostinos. De regreso al hogar, dulce hogar, y bien cargado de bolsas de frutas y verduras y envases de leche y latas de cosas y productos de limpieza, una manada de turistas con un cucurucho de tres bolas de helado en ristre cada cual, se abre paso a través de él, como si fuera transparente o como si su existencia tuviera un valor igual a menos cero, y le acaban pringando camiseta, deportivas y vaquero de chocolate, mango, vainilla o vaya uno a saber qué sabores. Por la tarde de paseo, primero, por el parque y, más tarde, por la playa, turistas a manojitos, turistas en bandadas, cardúmenes de turistas, turistas al por mayor, turistas de aluvión, turistas en estampida.

Nuestras ciudades se han convertido en letrinas para esta clase de turistas irrespetuosos, ciegos, desbocados, maleducados, sucios y prepotentes. Turistas que no salen de su barrio, esté en el país que esté, para conocer lo otro y aprehender e incorporar algunas de sus características, que es la razón última de cualquier viaje por corto que sea, sino para trasladar su inanidad esencial a otro lugar. Airean su estulticia, la broncean, le ponen una pátina de cultura de crucigrama de periódico, se fabrican un mes pseudo-interesante para esconder detrás de él los otros once meses ultra-anodinos, se limpian las heces de su alma con los nativos con los que se cruzan. Turistas que, según nos cuentan, dejan dinero, crean puestos de trabajo, animan restaurantes y bares, llenan hoteles. Turistas que, al parecer, necesitamos para que cuadren nuestras cuentas. Turistas a los que, por eso mismo, les permitimos todo, incluso que se burlen de esos autóctonos o nativos, que les hagan más difícil, o incluso imposible, su día a día, que les hagan sentir una molestia (moscas a las que hay que espantar a manotazos, parásitos a los que está permitido aplastar, figuras más o menos exóticas a las que mirar como si fueran carteles publicitarios pegados a la pared y no seres de carne y hueso), que les roben los espacios y el aire y el ritmo y la calma.

No todos los turistas son así. Pero son a estos, a los horteras y poco empáticos que se desplazan como manchas de grasa sobre la superficie del agua de nuestras ciudades, a los que las autoridades se han propuesto seducir al precio que sea. El precio somos nosotros. El precio es que uno esté en peligro cuando sale del portal de su casa. El precio es que uno sufra empellones cuando va a pedir medio kilo de boquerones para que un imbécil digitalice una pescadilla. El precio es que uno termine de cabeza en la lavadora mientras se bebe el quitamanchas especial para helados por culpa de unos trogloditas bulímicos.