A todos -o casi- nos gusta que luzca el sol. Cierto es que, en esta vida que nos hemos dado, hay diversidad de opiniones al respecto: a unos les da morriña cuando transcurren tres días enteros sin tener que abrir sus paraguas y otros sienten una enorme tristeza cuando llueve dos días seguidos. Todo entra dentro de la normalidad. «Los colores los hizo el Señor para contentar a todo el mundo» -decía mi Tita María- eso sí, a unos contentaba tres días y a los otros los tres días siguientes, para mantener la paz en su reino. «¿Y el séptimo día, para qué lo hizo el Señor?», preguntaba el enteradillo de siempre, mi hermano: «Sencillo, José Luis, no tengo la menor duda que lo hizo para descansar de tantas bobadas como he oído y dijo: Estoy hasta las narices de contestar a tantos listillos. Dio dos palmadas y actuó como el mejor artista que ha existido. Se tumbó al sol para contemplar su preciosa obra y, desde entonces, ya somos todos menos tontos» ¿Bonito? Yo diría más: Precioso, oiga.

Desde la ventana de mi despacho contemplo cómo el Monte San Antón se cubre con unas nubes espesas, oscuras, anunciadoras de que se acercan días de lluvia. ¡Bien! Para que no digan que el terruño donde vimos por vez primera la luz no influye en nuestro carácter. Yo soy una prueba de que, aunque no permanecí en mi tierra más que cuatro días y volví a verla cuando ya había entrado en la década de los cuarenta, todos piensan que soy una gallega de carácter. Pues, oiga, divina de la muerte. Aunque yo me siento más ifneña, una cosa no quita la otra. Los 15 primeros años de tu existencia sí marcan tu carácter. Tus amigos siempre lo serán aunque no los veas en años. La tierra será la tuya aunque no tenga ni el mismo nombre. La vida no la hemos inventado nosotros, nos vino dada. ¡Pues, qué bien!