La noche del domingo me puse a escuchar un disco de Mark Reizen, el viejo bajo ucraniano, hijo de un minero judío, mimado por Stalin y, durante años, estrella del Bolshoi. Tenía una voz portentosa, noble, introspectiva, de una antigua elegancia. Fiódor Chaliapin, el otro gran bajo ruso del siglo XX, se caracterizaba por una energía casi animal y por el camaleonismo propio de un inmenso actor. En Reizen se da el caso opuesto: una voz que brota desde el alma, que se recoge y se expande siempre circunscrita a la autoridad natural del cantante, el cual no necesitaba mostrarse en exceso ni caer en el exhibicionismo. Era un artista capaz de ennoblecer la canción más anodina y llenarla de sentido; algo similar a lo que ocurre, aunque con el aleteo de una gracia radicalmente distinta, más infantil, en nuestra Victoria de los Ángeles, que lograba sublimar cualquier minucia, cualquier coquetería. Las canciones españolas de la soprano catalana o las rusas del bajo ucraniano iluminan esa verdad de la vida y del arte que no resulta ostentosa, sino que, al contrario, surge libre y velada al mismo tiempo, preservada en su misterio y en su originalidad. No es la belleza del canto perfecto ni la intensidad de una voz estentórea, sino algo distinto, más humano y, a la vez, más desprendido.

En el ámbito de la música clásica se habla en ocasiones de la escuela rusa. Durante todo el periodo comunista, la URSS fue un ámbito cerrado, sin apenas contacto con el resto del mundo. Eso les permitió preservar estilos muy distintos a los que se imponían en Europa, convirtiéndose casi en una reserva de tradiciones originarias en su mayoría del siglo XIX o de principios del XX: algo parecido a una voz propia. Esa variedad, hasta entonces, había sido lo habitual. Se hablaba del sonido de las distintas orquestas, hábilmente trabajadas, dentro de una tradición, por sus directores. Ver en Youtube los ensayos de algunos de estos viejos maestros -Mravinsky, Szell, Celibidache, Karajan...- resulta impensable con las orquestas actuales. La meticulosidad, el puntillismo, la obsesión formaba parte de su grandeza. Nada molestaba más que lo mostrenco, lo poco trabajado, lo rutinario. En el arte actual, se confunde la originalidad con la provocación y la calidad con la técnica.

La globalización ha permitido poner en contacto culturas muy diferentes. Todo se transmite a velocidad de vértigo: las últimas tendencias, las recetas de cocina, las calas recónditas y el sabor de las distintas especias. El enriquecimiento ha sido inmediato. Hoy resulta mucho más fácil encontrar un buen hotel en cualquier ciudad o ver cine asiático o decorar tu casa con unas telas masáis. En este sentido, ha servido para potenciar la diversidad local y facilitar su expansión. Pero, al mismo tiempo, asistimos al proceso inverso, que reduce la tradición a un producto de marketing, sujeto a las reglas de la industria, el diseño y el gusto estandarizado. Y uno de esos ejemplos sería el arte, dominado cada vez más por una corrección política ramplona y aburrida, por lo general degradante.

¿Serían posibles figuras hoy como Mark Reizen? Sin duda, aunque resulta más difícil que emerjan. Y no por una cuestión de talento, sino por la ausencia de un suelo fértil. Para los artistas y los intelectuales de la primera mitad del siglo XX, la tradición era todavía algo vivo. Se estudiaba latín y griego, se leía a los clásicos, los maestros daban un sentido casi artesanal a su trabajo. Sviatoslav Richter cuenta que, al llegar a Moscú como estudiante, durmió durante años debajo del piano de su maestro, H. Neuhaus. No era inusual en la época. Formar parte de una tradición preservaba la libertad, ya que proporcionaba al artista un marco claro en el que confiar y desde el cual se podía improvisar. Sin duda, con la globalización hemos ganado en visibilidad; pero, en cambio, al desligarnos del legado de la alta cultura europea, hemos perdido la base de un humus que no era el éxito ni el dinero, sino sencillamente la sabiduría de la Historia puesta a prueba todos los días desde el inicio de los tiempos.