Vivimos todos pendientes del símbolo. Somos un pueblo jodidamente icónico, de barroquismo hacia afuera. Es por eso que importa tanto la liturgia y su contrario, que en este caso no es la arbitrieridad ni la pobreza de formas, sino un especie de ceremonia levantada como si tal cosa para cargarse de un brochazo, con toda la fuerza visual, lo que quedaba del antiguo rito. Con el parque canino del cementerio de San Rafael hemos asistido a una escenificación perfecta en este sentido; toda una construcción retórica en menos de 24 horas para derribar de manera innecesaria y a última hora buena parte de lo que se había conseguido. Durante años, los que ha durado la exhumación de las fosas comunes y su preludio investigador, el Ayuntamiento, junto al resto de instituciones, ha hecho una labor digna de una democracia, y es bueno decirlo, pero eso no le exime de incurrir en nuevas equivocaciones, y de bulto, ni le da indulgencia plena para el futuro. Con la gestión del expediente pipicán se han cometido muchos fallos; algunos, incluso, más graves que la ignominiosa ocupación del camposanto por parte de una zona imaginaria delimitada para las deposiciones de animales de compañía. Dejando de lado el mal gusto -puede que el mingitorio a la intemperie no estuviera pensado para las fosas, que todo se deba efectivamente a un error sobre plano, pero la opción de instalarlo en los alrededores de un cementerio y antiguo campo de ejecución no parece la mejor de las soluciones posibles- lo más alarmante ha sido la reacción del Ayuntamiento, que ha sido incapaz de controlar la situación, pese a su inagotable colección de asesores y de escribas. En lugar de pedir disculpas a los familiares y corregir de inmediato la ubicación del humillante cerco canino, el alcalde y los suyos activaron en primera instancia el que ya es un método recurrente de resolución de conflictos: tabicarse en la arrogancia y acusar de conspiración a cualquiera que se acerque con razonable ánimo crítico. De toda la campaña comunicativa desatada por el Consistorio para apagar el incendio una cosa ha quedado clara: las dificultades de buena parte del equipo municipal para pedir perdón y admitir su responsabilidad en el asunto. Arguye el Consistorio que el lamentable episodio se debe al uso por parte de los técnicos municipales de una documentación enviada por la asociación memorialista con anterioridad a la presentación -también por el mismo colectivo- de los datos definitivos. Utilizar unos planos antiguos cuando se cuenta con otros actualizados y confirmados sobre el emplazamiento de las tumbas no es para el Ayuntamiento un «error»; se le puede llamar, de hecho, «jurel» o «marinero del Caspio» o más comúnmemente «Cecilia», pero eso no sirve para emborronar su realidad y su sentido, que es el de que se produjo un fallo y que fue éste el que provocó el lamentable malentendido. Nadie, ni siquiera De la Torre, está libre de caer en el error, pero quizá el más grave de todos sea el de no saber admitirlo. Y no sólo eso, sino el de insinuar que los otros, en esta ocasión familiares de víctimas de una tragedia y de un genocidio, responden en sus movimientos a intereses oscuros. Conozco de sobra a Andrés Fernández, a Pepe Sánchez, a Rafael Molina o a Francisco Espinosa como para saber que lo último que les inspira son razones espúreas o remotamente relacionadas con las catacumbas de los partidos. El hecho de pensarlo y sugerirlo frente a los medios supone un enorme acto de precipitación y de desatino político. Quizá incluso una rabieta a la desesperada de los que creen que el mundo se divide a favor y en contra, entre prosélitos y enemigos, sin tener siquiera en cuenta que hay gente como los miembros de la asociación que no ambicionan nada de toda esa gloria ridícula y provinciana que es el poder y el poder de los políticos. Escasea, y no es nada nuevo, la autocrítica.