L­legaron, como tantos otros, por las necesidades de mano de obra de la industria alemana. Los llamaron Gastarbeiter (trabajadores invitados), como dándoles a entender que se los invitaría a marcharse cuando ya no hicieran falta, pero muchos de ellos terminaron quedándose.

Y hoy viven en el país de acogida tres millones de los que ahora muchos llaman Deutschtürken -«turcoalemanes» o «germanoturcos»- como dando a entender que no son del todo ni de aquí ni de allí, y es como muchos a veces se sienten.

Es cierto que los hijos de muchos de esos inmigrantes, procedentes en su mayoría de las regiones más atrasadas como Anatolia y que llegaron sin saber leer ni escribir, han terminado integrándose plenamente en su nuevo país, se han casado en algunos casos con alemanes o están en la Universidad, en la policía o incluso en la política.

Pero tienen, sobre todo los de la generación de los padres, los que nacieron fuera, el alma partida, y siguen interesándose muchas veces más por lo que sucede en Turquía que por lo que pasa aquí.

Sus antenas parabólicas, que afean tantas fachadas de los grandes bloques de viviendas de Moabit, de Kreuzberg y de tantos otros barrios de inmigración, les permiten estar al tanto de los acontecimientos patrios.

Son todavía pocos los que solicitan un pasaporte alemán y más de la mitad dicen no sentirse suficientemente reconocidos ni bienvenidos en el país donde viven.

Hay un foso difícilmente salvable para muchos entre las dos culturas y que tiene mucho que ver con las respectivas religiones, y así, si dos tercios de los germanoturcos reclaman para el Islam carta de naturaleza en Occidente, casi tres cuartas partes de los alemanes opinan que no le corresponde.

Los primeros asocian al Islam virtudes como la solidaridad y la tolerancia mientras que, bajo el impacto de un terrorismo que desgraciadamente lleva con frecuencia el signo islamista, son muchos más los que lo vinculan por el contrario al peor de los fanatismos.

Pero las divisiones afectan también a la propia comunidad de origen turco que vive en Alemania: los kemalistas, de izquierdas y laicos, tienen poco en común con los simpatizantes del AKP del presidente Erdogan, en su mayoría fieles practicantes del Islam.

Las diferencias en el seno de la comunidad turca, no ya entre religiosos y laicos sino entre los propios musulmanes, han vuelto a aflorar ahora a raíz de la intentona golpista contra el Gobierno de Ankara por parte de un sector de las Fuerzas Armadas y la represión desatada por Erdogan.

Los medios de comunicación germanos informan de campañas de denuncia y hostigamiento contra los partidarios del clérigo exiliado en EEUU Fethullah Gülen, un musulmán conservador dueño de un imperio de empresas y escuelas privadas a quien el Gobierno de Erdogan acusa estar detrás del frustrado golpe.

El presidente de la Fundación Diálogo y Educación, que representa al movimiento islámico Hizmet, fundado por Gülen, denuncia que sus miembros, que no superan en ningún caso los diez mil en Alemania, reciben continuas amenazas de los partidarios de Erdogan, que los consideran traidores a su patria.

En la Red circulan llamamientos al boicot de comercios en distintas ciudades alemanas regentados por supuestos partidarios de Gülen, lo que recuerda a muchos uno de los capítulos más siniestros de la historia alemana, cuando se llamó a la población a boicotear los negocios judíos.

Tucogermanos críticos de Erdogan que solían pasar siempre sus vacaciones en Turquía tienen ahora miedo de hacerlo, sobre todo después de que el Gobierno de Ankara haya decretado allí el estado de excepción para poder llevar a cabo con mayor tranquilidad la purga de sus adversarios.

Al mismo tiempo, las relaciones diplomáticas entre Turquía y Alemania, ambos aliados en la OTAN, no atraviesan su mejor momento desde que el Parlamento alemán aprobó una resolución sobre el genocidio llevado a cabo durante el imperio otomano contra el pueblo armenio, asunto este último que indignó a Ankara y pareció unir, aunque fuera por una sola vez, a los germanoturcos.