En aquella época se conocía como Historia Sagrada, aunque oficialmente la asignatura era Religión. Denominación equívoca por ser genérica, pues solo se estudiaba una en particular: la que era oficial, o sea, la católica. En esto me temo que poco hemos avanzado, y es que pese al pluriculturalismo imperante en España, todavía no se les enseña a los alumnos la historia de las distintas religiones, sino una tan solo, a elegir por el alumno. Ni los que optan por el budismo reciben conocimientos de las enseñanzas del profeta Mahoma, ni éstos aprenden los fundamentos de las religiones cristianas, ni los estudiantes del catolicismo se instruyen en el judaísmo. Pese a lo cual, presumimos de fomentar la integración interreligiosa. Así nos va.

Entre aquellas sacras historias aprendí la de la torre de Babel, ya saben: cuando los hombres se unieron para construir una torre tan alta que alcanzara el cielo y Dios, para castigar su arrogancia, les confundió las lenguas, de forma que no se entendieran; con lo que la torre quedó inacabada por la falta de comprensión entre sus constructores.

Nunca supe bien el porqué de ese castigo, cuando para mí la riqueza de la diversidad lingüística generalmente perfila las características de un área geográfica y una población, sin necesidad de fronteras. Pero ahora, viendo el año de desgobierno que llevamos en España, y la confusión que reina en Europa y aun en todo el mundo, empiezo a entender la sanción divina. La maldición no consistió en la proliferación de lenguas, sino en la incomprensión de los unos y los otros.

A poco que analicemos la situación actual, comprobaremos que nuestros políticos hablan idiomas bien diferenciados, tanto a escala nacional como autonómica y local. No es que no se entiendan, sino que parece como que no quisieran entenderse, con las desastrosas consecuencias que ello acarrea. En Málaga mismo nos topamos con la raja/zanja del centro de la ciudad por la que ha de pasar el metro, abierta en canal, mientras los cirujanos del urbanismo que están operando no se entienden entre sí sobre el fin de la intervención, y por la herida palpitante se escapa a borbotones parte del encanto de la ciudad, sobre todo a ojos de los visitantes.

Poco hay que aclarar de la situación nacional del desgobierno español, y es que tan habituados están los partidos políticos a oponerse al contrario y esperar con revanchismo la alternancia del siguiente periodo electoral, que no se dan cuenta de que este lenguaje ha quedado totalmente desfasado. No comprenden nuestros regidores que están «condenados a entenderse», pese a que la frase fuera acuñada hace ya varios decenios por Juan Goytisolo, de quien la tomó prestada el rey Hassan II o viceversa. Parece que nuestros dirigentes ignoraran que las nuevas minorías exigen poner fin a la confrontación directa.

Si nos fijamos en Europa, los ingleses, que parecían haber arrinconado su habitual arrogancia, para anteponer el pragmatismo económico del que también hacen gala, han reverdecido el distanciamiento de la isla para con el continente europeo, y vuelven a darnos la espalda. Eso sí, democráticamente. Incurren en un aislacionismo de consecuencias un tanto imprevisibles, salvo que la débil y errática Unión Europea, lejos de mantener una postura de firmeza, cometa el error de pastelear con el que se va; actitud en la que la reconocida habilidad negociadora del Reino (no tan) Unido llevaría todas las de ganar. Adiós, en tal caso, al «vincimus pérfida Albionem». Saldremos derrotados. Todo porque desde su adhesión, los ingleses han pretendido hablar con sus veintisiete socios restantes solo en su propio lenguaje, sin querer usar el mismo idioma común en el que nos entendemos los europeos, que es la renuncia voluntaria a una parte de la soberanía con tal de alcanzar más y mejores medios de vida para nuestros ciudadanos.

Ante tal panorama, me quedo con lo que aprendo de uno de mis nietos, quien a sus cuatro años se maneja en otros tantos idiomas. Pese a su cortísima edad, viendo que no puede hablar a todo el mundo en una misma lengua, ha optado por una solución sensata. Ha creado el imaginario país de «Carchoni», donde sus habitantes, los «cuncos», hablan el idioma propio del país, o sea, el «carchon», y así se entienden todos. Deduzco que la solución para completar nuestras torres de babel ha de pasar bien por aprender todos el lenguaje carchon, bien por cambiar a todos nuestros políticos actuales por los cuncos, que tan bien se entienden entre sí.

Perdonen, estimados lectores, la digresión veraniega. O no me perdonen, y piensen en ella por si hubiera que volver a votar.